“Education, education, education” fue el título del speech de Tony Blair en Millbank antes de las elecciones generales de 1997. Trabajar por un sistema educativo de calidad en Reino Unido fue uno de los ejes centrales de su gobierno. De hecho, Andrew Adonis, Secretario de Estado de Educación entre 2005 y 2008, hizo de esas palabras el título de su libro “Education, education, education: Reforming England’s Schools” sobre la reforma que llevó a cabo. Más allá de tener o no cierta afinidad con estos dos políticos y sus medidas, ese “education, education, education” ha marcado mi pensamiento educativo en amplios aspectos.
En un mundo que ya no nos paga por lo que sabemos, sino por lo que sabemos hacer con lo que sabemos -pues, en palabras de Andrea Schleicher, director de Educación en la OCDE desde 2012, ya “Google knows everything”-; aún quedamos unos pocos que vemos en aquel “education, education, education” una clara urgencia por un sistema que contemple todas las dimensiones educables de la persona: intelectual; estética y moral; afectiva y corporal; social, cívica y religiosa. Porque aunque “Google lo sepa todo”, uno tiene que saber, para saber si Google sabe bien o mal.
Llegué a la Universidad en 2013 para estudiar “educación, educación, educación”. Aquel septiembre encontré un ambiente auténticamente universitario: la incertidumbre por la próxima aprobación de la popularmente llamada “ley Wert” -que desde la presentación del proyecto de ley el 17 de mayo de 2013 hasta su aprobación en las Cortes Generales el 28 de noviembre estuvo sembrada de controversias-. Estudiamos la Ley Orgánica 8/2013, de 9 de diciembre, para la mejora de la calidad educativa -derogada por la LOMLOE desde 2020- procurando entender esas controversias que estaban generando cuestiones como -entre otras- los famosos “estándares de aprendizaje”. Curiosamente, diez años después -hace un mes-, rebuscando en la biblioteca fuentes para mi tesis doctoral me topé con un libro que no conocía: “La educación en España: asignatura pendiente” de José Ignacio Wert. Coincidencias de la vida, el primer capítulo transcurre bajo el título “Educación, educación, educación”, haciendo intencionada alusión al slogan de Blair.
Comencé con la introducción en Semana Santa. Sin embargo, el increíble buen tiempo de Galicia en abril -el cambio climático, señores- retrasó mi lectura. Terminé hace un par de horas con sus 332 páginas.
Intentar acercarme a la cabeza de -quizás- uno de los Ministros de Educación más conflictivos de las últimas décadas en España ha sido un trabajo interesante. Primero, porque comienza el libro excusando sus fallos políticossobre el hecho de que su nombramiento le pilló totalmente desprevenido y desprovisto -pese a haber ayudado muy de cerca a Rajoy en la redacción de su discurso de investidura semanas previas-. Lo segundo, porque admite como error de su Ministerio que, aún habiendo recibido más de 30.000 sugerencias para la LOMCE -seguramente más que ninguna de las previas y posteriores leyes-, no se reunieron las suficientes veces con los stakeholders implicados -algo que tanto él como servidora admiramos del buen hacer político-educativo de nuestros colegas británicos-. Hay dos formas de hacer reformas, o bottom-up o top-down y, quizá, a España le falta mucho más bottom-up -sin perder de vista que es competencia del ejecutivo diseñar y articular y del legislativo aprobar; que cada uno sepa dónde y cómo tiene que estar, gracias-. Y, lo tercero, porque expone con contundencia que cada uno de los cambios que quisieron implantar estuvo basado en la necesidad de generar una cultura del esfuerzo. Quizás por ahí viniera una buena prevención de lo actual, que brilla por su ausencia cualquier mención al esfuerzo… que, como Google ya lo sabe todo…
Terminé el libro hace un par de horas. Caso a parte que no comparta cuestiones sobre cómo Wert ve, desde una visión claramente productivista, por ejemplo, un sistema de becas que debiera estar dirigido únicamente a aquellas carreras cuyas salidas tienen una utilidad social empírica, real y concreta -medicina, ingeniería, etc.-; sí que, comprender a la persona -profesional- que hay detrás de una de las leyes más conflictivas de nuestro país, ha sido un ejercido de ampliar miras. Confiemos en que nadie busca males ciertos, quizá bienes parcializados o errados y empezaremos a construir un diálogo sobre la “educación, educación, educación” de calidad.
¿Valen solo las reformas educativas por consenso o es preciso que unos y otros las saquen adelante contra viento y marea? ¿Acaso el consenso -por un posible pacto educativo- debe limitar la ambición por un sistema equitativo, de calidad, basado en la evidencia demostrada por todos los stakeholders y en la cultura del esfuerzo? Ahí dejo varias preguntas al lector, que, ante las ya próximas elecciones generales, quizás podríamos comenzar a plantearnos.