Hay por lo menos tres cuestiones que todo corredor de larga distancia tiene claras. La primera, aunque parezca evidente, es que el entrenamiento resulta clave. Tras una carrera (pongamos como ejemplo, sin pretensiones, una media maratón), la única forma de mejorar la marca en la siguiente es entrenar con la decisión de querer lograrlo.
La segunda cuestión tal vez requiere detenerse un poco más, sin que por ello pierda su evidencia: en una media maratón el verdadero rival es uno mismo −excepción hecha, naturalmente, de las élites deportivas, que se escapan de nuestra muestra−. Los cientos o miles de corredores con quienes uno comparte asfalto tienen más de aliados que de enemigos. En realidad, para alcanzar la meta es a uno mismo a quien hay que vencer; al cansancio, al desánimo, a la fatiga o a la deshidratación. El triunfo no orbita en la dimensión de la competencia, sino en la convicción de haberlo dado todo por llegar a meta. Lo demás, realmente, tiene muy poca importancia.
Murakami deambula sobre esta última idea −con mucha más elegancia− en su libro de memorias «De qué hablo cuando hablo de correr»:
«Los tiempos individuales, el puesto en la clasificación, tu apariencia, o cómo te valore la gente no son más que cosas secundarias. Para un corredor como yo, lo importante es ir superando, con sus propias piernas y con firmeza, cada una de las metas. Quedarse convencido, a su manera, de que ha dado todo lo que tenía que dar y que ha aguantado como debía. […] Si algún día quisieran grabarme un epitafio y pudiera elegir yo las palabras, me gustaría que dijera lo siguiente: Haruki Murakami | Escritor (y corredor) | (1949-20**) | "Al menos aguantó sin caminar hasta el final"».
Donde debemos leer que caminar es sinónimo de derrota o, peor, de rendición.
No seré yo, corredor aficionado, quien juzgue los caprichos mortuorios de Murakami. Ahora bien, lo anterior nos sirve como preámbulo para abordar la tercera cuestión, que resulta, quizá, la menos evidente de todas. Una media maratón supone un desafío en el que es uno quien compite: correr no es un deporte de equipo. No obstante, cualquier runner ha experimentado que, aun sin equipo, uno nunca corre en solitario. Aunque entre los otros muchos corredores no se vislumbren las sombras de entrenadores, familia y amigos a lo largo del camino hacia la meta, su voz, conocimiento y apoyo son elementos fundamentales para mantener el ritmo, no perder el ánimo o incluso dar sentido a la propia carrera.
Para llegar a meta la autosuficiencia es, quizá, el principal peso del que un corredor debe desprenderse. Uno nunca corre solo: sencillamente, no podría. Necesitamos siempre a otros que nos acompañen en el camino. Otros de quienes aprender, que nos corrijan y aconsejen, que nos ofrezcan agua cuando la sed nos asfixia y que nos den fuerza cuando el aliento decae o las circunstancias se tuercen. Además, como dice mi amigo Nacho C. −deportista de élite, sabe que de lo que habla− es muy distinto llegar a una meta solitaria, que a una en la que nos esperan esos mismos entrenadores, familia y amigos.
Entre la línea de salida y la meta hay un sinfín de aliados al servicio de esta empresa. Innumerables jinetes de luz en la hora oscura −como los bautizaría Julio Martínez Mesanza− sin cuyo servicio más o menos discreto la gesta del corredor estaría abocada a un fracaso seguro.
En ocasiones, esos otros estarán ahí sin que uno se lo haya pedido. Cuando resulten necesarios se encontrarán a mitad de camino, como los voluntarios de avituallamiento que, en el devastador kilómetro 15, ofrecen al corredor un salvífico vaso de agua. En otras, será preciso pedir sutilmente ayuda para que aparezcan; y en otras, será imprescindible gritar. En cualquier caso, su particular vocación es la de estar ahí para rescatarnos. Para ayudarnos a llegar "sin caminar hasta el final" y permitir que sigamos corriendo. Porque a meta uno nunca llega solo, ni por sí mismo.