En las últimas décadas el relativismo empezó a consolidarse en Occidente como una nueva forma dominante de entender las realidades humanas que nos conciernen a todos. Los asuntos de interés propios de esta época que marcan el paradigma cultural (el cambio climático, las políticas identitarias, los conflictos entre naciones, los derechos humanos…) y los que han sido siempre preocupaciones de todas las sociedades desde que las civilizaciones fueron fundadas como la naturaleza de la persona, su origen, el amor, la economía, las formas de gobernar o la religión, ya no se percibencomo un aspecto central y sustancial de la sociedad.
Su valor en el intercambio de ideas ha caído así como quien habla sobre su postre preferido u opina sobre un partido de baloncesto. Esto es el relativismo: negarle la trascendencia correspondiente a los temas que la llevan impregnada. El abandono de la tradición y una falsa tolerancia.
¿Cómo va a dar igual lo que se piense sobre el amor, la economía, las relaciones humanas, las leyes, la naturaleza de las cosas y la vida misma? Por supuesto que no da igual. Existe una verdad dentro de estos asuntos que engloban a la persona, y a lo largo de la vida nos vemos llamados a perseguirla. No podemos abandonar esa búsqueda por una premisa tan grotesca como «todas las opiniones son igual de válidas mientras no te afecten», propia del relativismo, que muchos pronuncian a diario— aunque al afirmar que hay opiniones que afectan deja de ser relativista del todo, ya que en este no existen límites para los pensamientos, por lo que nadie es en realidad plenamente relativista—. Si tenemos un mínimo de sensibilidad por todas estas realidades que nos conciernen y de las cuales no podemos escapar porque vivimos en sociedad, como consecuencia directa iremos creando un pensamiento propio tanto sobre temas de actualidad como de los temas eternos a la persona.
Si ese pensamiento tiene un fin— acercarse a la verdad— resulta crucial aprender de otros, perseguir el conocimiento y la posibilidad de admitir que podemos estar equivocados. Lo que no podemos hacer, en cambio, es negarnos a esa búsqueda de la verdad y el interés por los valores e ideales de los demás. Son cuestiones tan trascendentales que la voluntad del diálogo y el debate con el otro deben imperar. Resulta natural conversar, expresarse y discutir sobre aquello que nos apasiona. Por desgracia, parece que la verdad de los aspectos cruciales actuales y eternos no nos apasiona. Compartir e intercambiar ideas sobre la existencia del alma o un tópico moderno como las leyes de la constitución se traduce en la nobleza de expresar no una mera opinión, sino lo que se cree como verdad de una realidad que nos incumbe y penetra por su trascendencia.
Los pensamientos del otro no merecen una falsa tolerancia que es indiferente a sus posturas como se practica en la actualidad, sino escucharla y entrar en una discusión por el valor que encarna. Si buscamos la verdad por el bien común de la sociedad nos tienen que interesar los pensamientos del otro, y si no los compartimos hay que discutir con cordura, porque ¿Cómo no vamos a querer expresar al otro el bien y la verdad? ¿Cómo no nos va a interesar lo que tiene que decir, y más si muchas personas comparten sus ideales? El relativista huiría, se escudaría en la falsa tolerancia porque «todos los argumentos son válidos». Si todos son válidos merecen el respeto de ser expresados, escuchados y que se produzca el diálogo. Los asuntos que anhelamos exigen de nosotros una respuesta, no indiferencia.