El pasado mes de julio falleció Richard J. Bernstein. Pocas personas le conocieron. Pero no tan pocas como para olvidarle y no honrar su memoria en un viernes de octubre, organizando unas ponencias en honor al trabajo de este filósofo práctico y pragmático, docente a su vez en la New School of Social Research durante treinta prolíficos años. Allí, en estas honras fúnebrescelebradas en el número sesenta y tres de la Quinta Avenida de Manhattan, no solo hubo antiguos alumnos y familiares. También asistieron amigos de la academia tan eminentes como Axel Honneth, Seyla Benhabib o Charles Taylor.
En efecto, además de ser un hombre querido, el profesor Bernstein fue una mente preclara. Entre los académicos es conocido por estudiar el pragmatismo de John Dewey, trabajar codo con codo con figuras como Jürgen Habermas o Jacques Derrida, o por discutir y aportar importantes contrapuntos a pensadores de la talla de Hannah Arendt. Aunque su legado no terminó aquí. De hecho, de acuerdo con los diferentes ponentes que intervinieron y observando la emoción entre sus antiguos alumnos, podría decirse que su currículo no fue su verdadero legado. Más bien, parece que lo que destacó a Richard Bernstein fue su talante dialogante, su carácter desenfadado y su magnetismo en el aula. Fue, al parecer de algunos, un filósofo práctico. Un Sócrates judío de Brooklyn.
El tiempo decidirá si la historia de la filosofía recuerda o no al profesor Bernstein. Por mi parte, no estoy seguro de ello. Pero al menos sí lo estoy de una cosa: jamás olvidaré esta despedida académica dedicada a este “torpedo pragmático”. No por lo que él supuso en sí, sino por lo que significó para los demás. Nunca olvidaré cómo algunos americanos despiden a sus personajes ilustres, cómo de verdad los honran. Algo que, por lo que he visto y conozco, posiblemente es común en todo Estados Unidos. Para cerciorarse de ello, no hay más que observar los cementerios: su estado cuidado e impoluto, la gravedad y el silencio de sus visitantes, y una siempre vigilante y orgullosa bandera izada al viento. Verdaderamente a estos se les puede llamar con justicia campos santos.
Por todo ello, siento una melancólica y no menos corrosiva envidia como español. Cuando pienso en la indiferencia que profesamos hacia el descubrimiento de la tumba de Cervantes o el silencio ominoso que gira en torno a la sacrílega profanación de la tumba de Calderón de la Barca en la Parroquia de Nuestra Señora de los Dolores durante la Guerra Civil, me pregunto si descendemos de Caín. Parece incluso conveniente mantener a nuestros difuntos personajes históricos en el anonimato o en la diáspora provincial, antes de que sean objeto del desprecio de la mediocridad o la inconsciente brujería ideológica. Solo nos acordamos de ellos para instrumentalizarlos: ya sea Federico García Lorca o Antonio Machado, por un lado; o bien Ramiro de Maeztu o Pedro Muñoz Seca, por otro.
Al pecado nacional de la envidia, hay que sumar otra ignominia no solo para los insignes finados, sino para todos los difuntos: la importación del carnaval de Halloween. Aquí la cursiva no es baladí, pues si bien es probable que esta festividad fuese de orígenes religiosos, es bastante remoto que surgiese como una frívola mascarada que combina el botellón y lo macabro, que no solo ignora, sino que se burla de los muertos. Digo burla porque la mayoría de los atuendos inspiran risa en vez del conveniente respeto, y hablo de ignorar porque me cuesta creer que los asistentes a esta tradición de masas se encuentren en las condiciones oportunas para visitar por la mañana a sus seres queridos fallecidos. Y en el caso de que los visiten, ¿es compatible la resaca con el decoro?
Desgraciadamente, este carnaval se ha convertido en una tendencia de masas que por supuesto está también presente en los Estados Unidos, donde además se han banalizado sus criminales consecuencias considerándolas como excepciones. Es más, pasando por alto los esporádicos asesinatos provocados por el culto a lo sangriento, algunos se escudan en la función vicaria que juega la violencia y el terror ficticios, cuando pueden estarinsensibilizando ante el dolor ajeno o incluso azuzando a su sádica búsqueda.
Una cosa es segura: Occidente está perdiendo el respeto a la muerte, en unos países más que en otros. Todo ello en su ceguera de relativizar el bien y el mal, y en el grave error de confundir el humor con la frivolidad, tan grave como no distinguir entre la inteligencia y la estupidez. De ambos desórdenes, el mal y la estupidez, pueden salvarnos el amor y los amigos. Unas bendiciones que, contra las apariencias, no son tan comunes.