A estas alturas es probable que el lector navarro de esta newsletter, se dedique a lo que se dedique, haya oído hablar de la Mano de Irulegui y sus implicaciones históricas, sociales y políticas. Aunque yo me dedico a investigar estos temas, me ha ocurrido incluso en la situación más insospechada. Al mismo tiempo, es probable que el lector nacional o internacional –de fuera de Navarra– se pregunte de qué estoy hablando y por qué un hallazgo arqueológico de apenas unos centímetros ha entrado de lleno en la conversación pública de los navarros.
El hecho de que los orígenes del euskera siempre hayan sido una incógnitapara los muchos lingüistas e historiadores ha provocado que el hallazgo de la Mano de Irulegui, una lámina de bronce con una inscripción que incluye una palabra –la única descifrada hasta el momento– en vascónico antiguo, quizás el antecedente del vasco actual, se haya convertido en un acontecimiento de gran relevancia social en la Comunidad Foral. La utilización política que algunos sectores del nacionalismo vasco –y en menor medida del españolismo– han hecho de la lengua vasca y de la historia antigua del País Vasco y la Navarra actuales, ya desde el siglo XIX, ha convertido a la Mano de Irulegui en una suerte de objeto-talismán con fuerte carácter identitario de nuestra sociedad, tal y como recientemente explicábamos en una entrevista en Navarra Televisión.
Una de las obligaciones de los historiadores es pensar acerca de la formación de las identidades colectivas y someterlas a una reflexión crítica con el fin de deconstruir los mitos inventados que existen a su alrededor. Pues bien, si las personas siempre hemos querido pertenecer a grupos –primero tribales, después con un mayor carácter político en forma de ciudades, reinos, estados, naciones y ahora incluso organizaciones supranacionales–, cualquier hallazgo arqueológico que refuerza esos lazos de pertenencia desde un punto de vista histórico tiene una enorme importancia en esta configuración social. Esto es lo que nos está ocurriendo a los navarros con la Mano de Irulegui, sobre todo teniendo en cuenta que algunos han querido ver en ella más de lo que dice, y otros menos o nada.
Son muchos los mitos que han cargado la historia europea de virtudes, glorias y esencias patrias, por utilizar una acertada expresión del historiador Fernando Wulff, y también ha ocurrido lo mismo con el País Vasco y Navarra, dos territorios muy unidos por su historia y también por los usos políticos de la misma. Sin embargo, un objeto arqueológico con más de 2 mil años de antigüedad como la Mano de Irulegui no resuelve los enigmas de la lengua vasca ni tampoco de los vascones antiguos, los pobladores de parte de la Navarra actual en época prerromana. Las principales conclusiones que nos aporta este objeto tan singular es que demuestra que los vascones antiguos supieron escribir en su lengua propia, aunque no única, la vascónica.
Los habitantes de toda la Península Ibérica, y por tanto también los del territorio de los navarros, hemos sido ocupados por los romanos, los visigodos o los pueblos islámicos, y todos estos pueblos han contribuido a configurar la identidad de lo que somos los navarros y los españoles hoy en día. Ningún objeto arqueológico puede servir para trazar una línea de continuidad perfecta e impoluta entre los primeros pobladores de nuestro territorio y nosotros, pero en este caso sí nos demuestra que la historia juega un papel esencial en la configuración de las identidades colectivas.
Termino con una cita de José Álvarez Junco en su libro “Dioses útiles: naciones y nacionalismos”, cuya lectura y relectura tanto me inspira cuando me propongo reafirmar la utilidad de los historiadores en la aldea global del siglo XXI: “Ya que los historiadores y los científicos sociales no tenemos fuerza suficiente como para desactivar el potencial destructivo del nacionalismo, nuestro deber es, al menos, desacralizar a la nación, obligándola a descender del cielo de los mitos y sumergiéndola en la temporalidad”.