Ciudadano del mundo

Doctor en Historia por la Universidad de Navarra y
autor del libro “Salvador de Madariaga. El hombre que entró por la ventana

A Salvador de Madariaga –ingeniero, periodista, diplomático, novelista, poeta e historiador– le faltaron años de vida para completar su obra. La suya fue una biografía extraña, llena de reveses y giros sorprendentes. En sus memorias señalaba que jamás había realizado una entrevista de trabajo, y que pasó toda su vida “entrando por la ventana en mis sucesivos oficios y no utilizando la puerta principal más que si acaso para marcharme”. Gracias a esta cualidad camaleónica, fue testigo de algunos de los acontecimientos más importantes del siglo XX: si en 1918 describía con detalle la destrucción de un impresionante zeppelín alemán sobre Londres, tres décadas más tarde anunciaba la inminente creación del Movimiento Europeo, precursor cultural de nuestra Unión Europea.

Cuando me planteé escribir su biografía, me preguntaba, como el novelista, cuáles eran los detonantes de la acción. Si tomáramos esta vida como una ficción, ¿cuál sería el punto determinante de su vida? ¿En qué momento se desencadena el conflicto que transforma a nuestro protagonista y le sirve como catalizador de la acción? Dados los elementos tan dispares, ordenar las piezas del puzle biográfico parecía una tarea imposible. Al mismo tiempo, relatar su vida implicaba también una mirada al mundo que lo acompañaba: el año que él nació aún vivía la reina Victoria, y al poco de fallecer se patentaban los primeros sistemas GPS.

Para mí, una pista de la “trama biográfica” fundamental era la idea de que, en su juventud, Salvador de Madariaga fue viajero inquieto. Se había educado en el París de la Belle Époque, en una época de progreso y optimismoradiante. En aquel momento, la popularidad de un filósofo como Henri Bergson podía abarrotar las aulas de Collège de France, y el verbo exaltado de Émile Zola podía remover las conciencias del ciudadano francés para denunciar las injusticias del caso Dreyfuss. El mundo anterior a la Gran Guerra, quizás más ingenuo y más naif, era también un lugar habitable y próspero.

Luego llegaron guerras y revoluciones, además de las consabidas dictaduras como remate de unas y otras. Y mientras aquella barbarie se cobraba millones de vidas, Madariaga recordaba su juventud como una época dorada y llena de certidumbres. Mientras Europa levantaba barricadas, él experimentaba algo parecido a lo que Stefan Zweig describió famosamente en El mundo de ayer: al perder el pasaporte uno se despoja de la condición de turista y se convierte en exiliado

Pero no solo eso: tras la Gran Guerra, ambos denunciaron las dificultades para viajar que se les imponían. Zweig escribió que “todas las humillaciones que se habían inventado antaño sólo para los criminales, ahora se infligían a todos los viajeros, antes y durante el viaje”. En el mismo tono, Madariaga recordaba que los europeos podían viajar sin pasaporte con toda libertad antes de la guerra. Ahora, en cambio, los Estados erigían en torno a sus fronteras unas “fortalezas de papelinexpugnables. Para Madariaga, esto ponía de manifiesto un evidente “retroceso moral”: aunque los viajes eran menos frecuentes que en nuestros días, aquel mundo era un lugar más hospitalario.

Quizás por eso, Madariaga fue un gran liberal y un europeísta avant-garde. No sólo había conocido una Europa más libre y feliz, sino que conocía con profundidad sus cualidades espirituales. No solo por su extraordinaria capacidad para las lenguas –escribía sus libros indistintamente en español, francés e inglés, pero también dominaba el italiano y el alemán–, sino por su conocimiento profundo de las culturas

Haciendo del viaje una forma de educación, recorrió media Europa con un libro en la mano, acompañado por las “carcajadas de Rabelais” y la “sonrisa de Erasmo”. Madariaga comprendió qué era Europa mirando a través de “los ojos fogosos de Dante, los claros ojos de Shakespeare, los ojos serenos de Goethe, los ojos atormentados de Dostoievski”. Escuchando, también, las melodías inmortales de Bach alzándose sobre las catedrales que “rezan de rodillas en sus trajes de piedra”. Estos eran sus argumentos más fuertes para reclamar la unidad de Europa: ¿por qué encerrar en sí mismas a las naciones cuando la riqueza del mundo procede del tránsito secular de comerciantes, guerreros, filósofos, escritores, artistas, músicos, ingenieros y médicos?

Por eso, pienso que uno de los grandes impulsos de la figura de Madariaga fue precisamente esta: recuperar esa unidad perdida por las guerras. En un apunte de 1930, señalaba que el principal acontecimiento del siglo XX era “el nacimiento del mundo”. Antes había “imperios, naciones, continentes, mares y “zonas” (de influencia y explotación). Pero el mundo nació con los dolores de la Guerra Mundial y, como tal, iba a “reclamar el derecho a su propia historia, su propia economía y su paz”. El problema para que ese mundo cobrara forma era que las naciones y los imperios “desearían que el mundo no estuviera aquí; lo consideran una molestia y tratan de seguir como en los viejos tiempos –cada uno a su manera, el camino de la anarquía y la libertad”. Al fin y al cabo, ¿cómo gobernar un mundo sin fronteras? Esa fue una pregunta recurrente en la obra de Madariaga, quien sentía con fuerza la idea de una comunidad mundial. La Unión Europea plasmó bien esa idea de comunidad de valores, unidos por una solidaridad moral. Por encima de leyes y fronteras, la aportación de Madariaga al mundo bien pudo ser el ejemplo de una persona que vivió y murió como ciudadano del mundo.