Hace casi más de medio siglo que Belleza, como musa de inspiración y expiación, desapareció de los círculos de artistas. Las cátedras de arte y estética hace tiempo que han asumido que es imposible alcanzar un consenso en su definición. En educación, hemos pasado de hablar de pedagogía estética a “pedagogía de lo bello”: como si cualquier cosa pudiera ser o no bella, o como si la Belleza tuviera que ser designada y enseñada en concreto, en cuantitativo.
La ausencia de Belleza ha sido acelerada por los acontecimientos históricos del siglo pasado. Se alzó como un grito la necesidad de hacer un hueco a la unicidad de cada persona, criterio, pensamiento y cuerpo. Además, como apunta Richard Madsen, experto en sociology of culture, porque what was sacred, is not anymore. Pero, ¿por qué o cómo? ¿estructura o agencia? ¿la Belleza como trascendental ha mutado porque “ha querido”, su propia naturaleza le hubiera llevado a ello; o hemos sido nosotros -o unos cuantos tipos de Silicon Valley- los que hemos, no solo eliminado su capacidad transformadora, sino que hemos pervertido la Belleza de la actualitas -la belleza de la realidad-?
La naturaleza de un debate implica a dos partes. Encontramos una división entre los clásicos o tomistas -armonía, proporción y orden- y los que abogan por concepciones de Belleza liberadas de cualquier tipo de forma. Los primeros, han vivido aferrados a la apreciación racional. Ganaron el debate hasta finales del diecinueve. Los segundos, llevan casi un siglo defendiendo la supremacía de la experimentación sensorial de las imágenes. En un contexto de liquidez de -“ausencia de”, según Bauman- expertos, han ido avanzando posiciones con un presupuesto que considera Belleza toda aquella realidad susceptible de ser amada o amable para uno. Un uno cualquiera. Un particular. El debate ha permitido ampliar el discurso sobre qué es el arte, democratizar el sentido estético en lo cotidiano y encontrar significados personales sobre Belleza. Sin embargo, la liquidez imperante escapa incluso de la figura geométrica más sencilla después de la recta, el triángulo.
Robert Barron utilizó hace unos años un triángulo para explicar la relación entre los trascendentales: Bien, Belleza y Verdad. La postmodernidad parece haberlo transformado en una conversación a tres bandas entre Adonis (belleza), Aquiles (verdad), Aristóteles (bien) y los complejos que llevan sus nombres -complejo de Adonis, complejo de Aquiles y complejo de Aristóteles-. El complejo de Adonis es un tipo de trastorno dismórfico corporal, en el que los individuos -o ideas- que lo experimentan presentan una preocupación patológica por conseguir un cuerpo musculado. La forma y los excesos de Adonis adormecen la capacidad de contemplar en el mundo material un lugar donde se oculta la belleza. Elimina el contenido propio de la Belleza -anhelar aquello que se ha visto como bueno o verdadero- y la capacidad que despierta a través de nuestras pasiones y que hace de la necesidad, virtud. Este desequilibrio entre forma y contenido se ve reflejado en tres realidades en las que, hasta la modernidad, reinaba Belleza: el arte, la anatomía y el amor.
A finales del 2019 en Art Basel (Miami) se tuvo que retirar Comedian por miedo a que la magnitud de visitantes pudieran estropear las demás obras. Las búsquedas en Google sobre Maurizio Cattelan y su plátano pegado a la pared con cinta adhesiva aumentaron entre un 50% y 75% a lo largo de esos meses. La potestad de las galerías para exponer el resultado de una actividad creativa de valor se ha visto muy desdibujada por los 12,000$ por los que se vendió el plátano. El diálogo de su autor con su tiempo a través de materiales efímeros, la posterior performance de un espontáneo que se comió el plátano expuesto- repuesto después- y las declaraciones de su compradora en The New York Times -“refleja nuestro tiempo, la absurdidad de todo”-; demuestran una necesidad casi patológica de establecer como bello lo viral.
Lil Miquela, una influencer creada con IA, cuenta con tres millones de seguidores en Instagram. Erradamente, se ha propuesto a lo largo de las últimas décadas que la belleza anatómica, principalmente la femenina, es un 90-60-90, quizás porque esa proporción guarda cierta armonía. Las influencers humanas gritan su hartazgo con los haters y la imposición -quizás ya no tan heteropatriarcal- de las medidas, la vida y la imagen perfecta. La IA, como herramienta, ya del presente, puede ayudar a construir un nuevo discurso sobre lo físico. Sin embargo, el desarrollo y uso de Lil Miquela demuestra una necesidad, casi patológica, de establecer como bello lo virtual.
Y lo virtual también incluye a aquellos otros tres millones de espectadores enganchados al dating show “La isla de las tentaciones”. Un programa lleno de “Adonises y Adonisas” con el único objetivo de poner a prueba una de las realidades más grandes de Belleza, el amor. Las historias y el tipo de relaciones interpersonales que proponen son propias de una necesidad casi patológica de poner a prueba el amor por encima de la Belleza que esconde la protección de la confianza y dignidad de un otro implicado en una relación amorosa.
Todo lo que tenga que ver con eliminar del debate público cualquier realidad cuasi-religiosa, como así son percibidos los trascendentales, parece a ojos del mundo una victoria de Adonis. Pero, como no podemos vivir en la nada, esta victoria que pasa por rendir pleitesía a un nuevo Dios. El pragmatismo utilitarista, que nos adormece, nos ata y subordina a un presente -un plátano, una influencer o un programa morboso-, sobre las posibilidades de futuro que acompañan a la Belleza.
Adonis nos hace huir de todo aquello que nos invite a entrar, que capte nuestra atención y que nos haga un hueco para quedarnos. Los criterios subjetivos de belleza elevados a su máximo exponente, nos dejan sin criterio. Eliminan, en definitiva, la capacidad de asombro y de encuentro entre generaciones, con el prójimo, con el artista que inicia un diálogo a través de su obra o con una belleza mayúscula que nos supere.