Decía Manuel Jabois en un columna de hace un par de semanas que no es seguro que de esta salgamos más fuertes, más unidos o mejores: “De momento la única certeza matemática es que a la calle, cuando salgamos, saldremos menos”. Porque más allá de reproches políticos más o menos honrados, demandas ciudadanas con más o menos razón y análisis con más o menos acierto, de lo poco que tenemos claro es que hay personas muriendo, aunque ni siquiera sepamos exactamente cuánta.
En esta línea, dos de las primeras planas que ha publicado el diario El Mundo este mes han venido rodeadas de polémica, ambas por el mismo motivo: la muerte en portada. La primera de ellas fue la del 8 de abril, donde el periódico abría con una fotografía de los ataúdes que llenaban el Palacio de Hielo de Madrid, reconvertido en morgue por la crisis del coronavirus. En la segunda portada, la del 15 de abril y la más criticada, se muestra a un paquistaní recién fallido que yace sobre un colchón mientras una enfermera del SAMU certifica su muerte.
La opinión pública que no está a favor de dichas fotografías, especialmente la segunda, ha criticado el nulo valor informativo que aportan y el sensacionalismo o morbo que consideran que ha primado a la hora de elegir esas portadas. También se ha criticado que la finalidad de dichas publicaciones es meramente política y que pretende desgastar al Gobierno. O que, simplemente, son imágenes de mal gusto, tristes y pesimistas que no favorecen el optimismo con el que se debe afrontar la pandemia.
Por otro lado, sus defensores han manifestado que son portadas que representan una realidad que no se puede ignorar, como es la gente que muere en soledad y desatendida, y la labor heroica de los sanitarios que están afrontando la crisis en primera línea. También que si hay una lectura política es meramente circunstancial, pero que no es el objetivo de los reportajes. O que, simplemente, no es el fin último del periodismo mantener la moral alta o proteger la sensibilidad de los lectores, porque para lo primero ya está la propaganda y para lo segundo Netflix.
En cualquier caso, ambas publicaciones han vuelto a poner sobre la mesa el debate de si es pertinente o no publicar muertos en portada, y cómo hacerlo. Ya ocurrió con la fotografía de Aylan Kurdi, un niño sirio de tres años, en septiembre de 2015, cuando él, su hermano y padres intentaban llegar a la isla griega de Kos a bordo de una lancha. La imagen de Aylan ahogado en la playa copó portadas en todo el mundo y, aunque dura, fue alabada por su capacidad de retratar el drama de aquellos que huyen de su país. Sin embargo, no ocurrió lo mismo en 2017 con los atentados en La Rambla de Barcelona cuando, casi por unanimidad, los diarios nacionales decidieron abrir con fotografías de los muertos en el lugar de los hechos.
Este debate, que es recurrente y para el que no hay tradición periodística clara, tiene aún una gran duda que resolver: ¿cómo nos afecta la cercanía de los hechos? Prácticamente todos galardonados a lo largo de la última década con los premios más alabados del periodismo, los Pulitzer, han incluido muertos entre sus fotografías, pero siempre en lugares lejanos y donde sus ciudadanos no gozan de la seguridad de los sistemas occidentales: Filipinas, Lesbos, Nairobi, Alepo, Kabul o Haití. Cabe cuestionarse entonces que si estas instantáneas han sido sido aplaudidas y reconocidas, qué es lo que hiere nuestra sensibilidad y por qué.