ARETE

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Políticas identitarias y marxismo cultural

Alberto Nahum, profesor de Comunicación Audiovisual en la Universidad de Navarra y crítico cultural, protagonizó uno de los workshops de Areté del pasado viernes con una ponencia que tituló ‘¿Hay cura para la fiebre identitaria?’. Durante la conferencia, además de hacer un repaso de los conceptos clave del fenómeno conocido como ‘identitarismo’, el profesor expuso una de sus grandes paradojas: “Al final, de tanto fragmentar la identidad, terminaremos por darnos cuenta de que la única unidad indivisible es el individuo”.

Ha sido práctica común entre los intelectuales contrarios a las identity politics(traducidas al español como políticas identitarias o identitarismo) asociar elementos propios de la filosofía posmoderna (el constructivismo social o las jerarquías de poder) con el elemento central de la teoría marxista: la dialéctica de opresores y oprimidos. Ese ha sido el caso, por ejemplo, del psicólogo clínico y pensador canadiense Jordan Peterson, que ha definido la filosofía en la que se fundamentan las identity politics como postmodern neomarxism.

Puede que lo más interesante del debate entre el filósofo esloveno Slavoj Žižek y Peterson, celebrado hace un año, pero de escaso recorrido mediático en nuestro país, fuera una pregunta que aquel dirigió a este: “¿Dónde están los marxistas?”. Se hizo necesaria una reformulación: “¿Dónde está el elemento marxista en eso que denominas ‘neomarxismo posmoderno’?”.

En su libro La trampa de la diversidad. Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora, Daniel Bernabé desarrolla la idea de Žižek en lo tocante a la problemática relación entre el identitarismo y la lucha de clases. Para el autor, a pesar de que pueda parecer sencillo establecer una equivalencia entre las identidades de grupo y la conciencia de clase, la primera, puesto que busca la diferenciación, es infinitamente divisible (hasta desembocar, como señalaba Nahum, en la individualidad). De ahí que, en su libro, Bernabé argumente la necesidad de recorrer el camino de vuelta desde un marxismo cultural, centrado en las identidades, hasta el conflicto clásico capital-trabajo.

Como el politólogo Francis Fukuyama apuntaba en su artículo Against identity politics, publicado en Foreign Affairs en 2018, las políticas identitarias tomaron el relevo a principios del siglo XX de la política económica, asunto central hasta entonces. Durante la mayor parte del pasado siglo, la política de derechas se concentró en reducir el tamaño del Estado e impulsar el sector privado; la izquierda, por su parte, dedicó sus esfuerzos a promover políticas redistributivas centradas en las clases trabajadoras. En la actualidad, por el contrario, unas y otras han adoptado las políticas identitarias: la derecha ha convertido en su misión principal la protección de las identidades nacionales tradicionales; mientras tanto, la izquierda ha situado en el centro de su actividad la conquista de derechos civiles para los diversos grupos considerados marginados, colectivos que se aglutinan en torno a identidades principalmente raciales o de sexo (la nueva ola feminista, el movimiento Black Lives Matter, el colectivo LGTB, etc.).

A grandes rasgos, sin entrar en matices que sería conveniente hacer, pero que no caben en este escrito, podemos definir lo que comúnmente se denomina ‘marxismo cultural’ como el desplazamiento de la dialéctica de opresores y oprimidos del terreno de las relaciones laborales a las relaciones sociales. Por lo general, los autores que han estudiado este fenómeno sitúan su origen en la Escuela de Fráncfort (principalmente, en el pensamiento de Herbert Marcuse), primero; y en los movimientos contraculturales de los años sesenta y setenta, después. Así, en lugar de la lucha de clases propia del marxismo clásico, el marxismo cultural pondría el acento en la lucha entre colectivos sociales, siempre desde una perspectiva dualista: los unos, privilegiados (hombres, blancos, heterosexuales, occidentales); y los otros, desfavorecidos (mujeres, negros, homosexuales, orientales). Con el agravante, además, de que, para quienes defienden esta visión, el privilegio no es nunca fruto de la suerte (ni, mucho menos, del mérito), sino de la represión; y la culpa, al igual que ocurría en el caso de las clases en el marxismo clásico, es una culpa histórica.

La expansión de las políticas identitarias y el establecimiento de normas conductuales y lingüísticas en defensa de los colectivos más desfavorecidos dentro de la sociedad han dado pie al surgimiento de figuras que, desde los ámbitos del pensamiento o las nuevas formas de comunicación (YouTube o el podcasting), se han alzado en protesta contra la limitación de la libertad de expresión, la corrección política y el pensamiento único. Este fenómeno ha sido especialmente sonado en Estados Unidos, donde personas como el propio Peterson, Milo Yiannopoulos, Ben Shapiro, Joe Rogan, Steven Pinker y muchos otros han abanderado un discurso en favor de la individualidad y en contra del identitarismo.Alberto Nahum, profesor de Comunicación Audiovisual en la Universidad de Navarra y crítico cultural, protagonizó uno de los workshops de Areté del pasado viernes con una ponencia que tituló ‘¿Hay cura para la fiebre identitaria?’. Durante la conferencia, además de hacer un repaso de los conceptos clave del fenómeno conocido como ‘identitarismo’, el profesor expuso una de sus grandes paradojas: “Al final, de tanto fragmentar la identidad, terminaremos por darnos cuenta de que la única unidad indivisible es el individuo”.

Ha sido práctica común entre los intelectuales contrarios a las identity politics (traducidas al español como políticas identitarias o identitarismo) asociar elementos propios de la filosofía posmoderna (el constructivismo social o las jerarquías de poder) con el elemento central de la teoría marxista: la dialéctica de opresores y oprimidos. Ese ha sido el caso, por ejemplo, del psicólogo clínico y pensador canadiense Jordan Peterson, que ha definido la filosofía en la que se fundamentan las identity politics como postmodern neomarxism.

Puede que lo más interesante del debate entre el filósofo esloveno Slavoj Žižek y Peterson, celebrado hace un año, pero de escaso recorrido mediático en nuestro país, fuera una pregunta que aquel dirigió a este: “¿Dónde están los marxistas?”. Se hizo necesaria una reformulación: “¿Dónde está el elemento marxista en eso que denominas ‘neomarxismo posmoderno’?”.

En su libro La trampa de la diversidad. Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora, Daniel Bernabé desarrolla la idea de Žižek en lo tocante a la problemática relación entre el identitarismo y la lucha de clases. Para el autor, a pesar de que pueda parecer sencillo establecer una equivalencia entre las identidades de grupo y la conciencia de clase, la primera, puesto que busca la diferenciación, es infinitamente divisible (hasta desembocar, como señalaba Nahum, en la individualidad). De ahí que, en su libro, Bernabé argumente la necesidad de recorrer el camino de vuelta desde un marxismo cultural, centrado en las identidades, hasta el conflicto clásico capital-trabajo.

Como el politólogo Francis Fukuyama apuntaba en su artículo Against identity politics, publicado en Foreign Affairs en 2018, las políticas identitarias tomaron el relevo a principios del siglo XX de la política económica, asunto central hasta entonces. Durante la mayor parte del pasado siglo, la política de derechas se concentró en reducir el tamaño del Estado e impulsar el sector privado; la izquierda, por su parte, dedicó sus esfuerzos a promover políticas redistributivas centradas en las clases trabajadoras. En la actualidad, por el contrario, unas y otras han adoptado las políticas identitarias: la derecha ha convertido en su misión principal la protección de las identidades nacionales tradicionales; mientras tanto, la izquierda ha situado en el centro de su actividad la conquista de derechos civiles para los diversos grupos considerados marginados, colectivos que se aglutinan en torno a identidades principalmente raciales o de sexo (la nueva ola feminista, el movimiento Black Lives Matter, el colectivo LGTB, etc.).

A grandes rasgos, sin entrar en matices que sería conveniente hacer, pero que no caben en este escrito, podemos definir lo que comúnmente se denomina ‘marxismo cultural’ como el desplazamiento de la dialéctica de opresores y oprimidos del terreno de las relaciones laborales a las relaciones sociales. Por lo general, los autores que han estudiado este fenómeno sitúan su origen en la Escuela de Fráncfort (principalmente, en el pensamiento de Herbert Marcuse), primero; y en los movimientos contraculturales de los años sesenta y setenta, después. Así, en lugar de la lucha de clases propia del marxismo clásico, el marxismo cultural pondría el acento en la lucha entre colectivos sociales, siempre desde una perspectiva dualista: los unos, privilegiados (hombres, blancos, heterosexuales, occidentales); y los otros, desfavorecidos (mujeres, negros, homosexuales, orientales). Con el agravante, además, de que, para quienes defienden esta visión, el privilegio no es nunca fruto de la suerte (ni, mucho menos, del mérito), sino de la represión; y la culpa, al igual que ocurría en el caso de las clases en el marxismo clásico, es una culpa histórica.

La expansión de las políticas identitarias y el establecimiento de normas conductuales y lingüísticas en defensa de los colectivos más desfavorecidos dentro de la sociedad han dado pie al surgimiento de figuras que, desde los ámbitos del pensamiento o las nuevas formas de comunicación (YouTube o el podcasting), se han alzado en protesta contra la limitación de la libertad de expresión, la corrección política y el pensamiento único. Este fenómeno ha sido especialmente sonado en Estados Unidos, donde personas como el propio Peterson, Milo Yiannopoulos, Ben Shapiro, Joe Rogan, Steven Pinker y muchos otros han abanderado un discurso en favor de la individualidad y en contra del identitarismo.