Desde 2015 más de 250 personas han sido asesinadas a mano de terroristas islamistas en Francia. Desde la masacre en Charlie Hebdo tras la publicación de unas caricaturas de Mahoma, hasta dos últimos atentados este pasado mes de octubre con la decapitación de un profesor, Samuel Paty, tras mostrar esas mismas caricaturas, pasando por el ataque a cristianos rezando en la catedral de Niza.
Aunque Francia ha sido la más azotada por el radicalismo islámico, no es la única víctima: el pasado lunes hubo otro atentado en Viena. Sin embargo, el presidente Macron es el único líder europeo que ha tomado parte activa en el asunto y ha denunciado públicamente el problema que suponen estos radicalismos para el status quo de la República Francesa y cómo atentan a los valores de la nación. Por estas palabras ha sido duramente criticado por varios líderes musulmanes, entre ellos Erdogan, y por figuras internacionales, como el luchador de la UFC Khabib Nurmagomedov, que escribió en un post de Instagram con la cara de Macrón que “ojalá el Todopoderoso desfigure la cara de esta escoria”. Al líder francés le acusan de islamófobo por defender lo que él considera la libertad de expresión de todos los habitantes de Francia, independientemente de su religión. Pero no solamente ha recibido insultos de aquellos que se sienten atacados por sus palabras, sino que no ha habido ningún otro líder europeo que le haya apoyado públicamente ante esta situación. Ningún político de nuestras democracias liberales ha condenado, no ya la naturaleza deplorable de estos actos, sino el problema que supone el creciente radicalismo del Islam en Europa en los últimos tiempos. En algunos medios de comunicación, incluso, estos atentados han sido definidos como fruto de una relación causa-efecto: una respuesta a una provocación.
A menudo se habla de la superioridad moral de las democracias liberales en Occidente. Pero cabe preguntarse qué entendemos exactamente por “superioridad moral”. ¿Es acaso un principio de neutralidad mantenido hasta en tiempos de crisis? ¿Significa mantenerse al margen de todo aquello que suponga caer en la incorrección política? ¿Implica no defender unos ideales legítimos como son el derecho a la vida, la libertad de expresión o la libertad religiosa que representan a la sociedad occidental?
El filósofo Dworkin en su escrito ‘Liberalismo’ pone de manifiesto la necesidad inevitable de los individuos de creer en un ideal de la vida buena, es decir, en una opinión personal acerca de los fines de su vida, lo que él denomina como “compromiso sustancial”. Contrapuesto al “compromiso procesal” que deben mantener las entidades políticas públicas en aras de una neutralidad que no debe abrazar ninguna opinión sustantiva. Cuando Dworkin distingue entre estos dos ámbitos lo hace desde una presuposición de igual respeto y trato recíproco equitativo e igualitario, independientemente de cual sea nuestro ideal de vida buena. Por lo tanto, ante esa situación, el Estado deberá mantenerse neutral. No habrá de promulgar un ideal por encima de otro mediante sus políticas. Pero sí deberá proteger a sus ciudadanos de aquellas prácticas o manifestaciones culturales que lesionen la propia dignidad humana y que, por ende, sean objetivamente malas, como puede serlo el asesinato de “infieles”.
Desde el Estado se deberían reconocer y promulgar una serie de libertades fundamentales como las aquí expuestas, que no son incompatibles con la neutralidad o el multiculturalismo. Se puede afirmar que hay una serie de valores sobre los cuales se ha constituido la sociedad occidental y que preservan la paz social, como son los mencionados derecho a la vida, libertad de expresión y libertad religiosa, entre otros. Afirmar la existencia de tales valores no es incompatible con el respeto a la existencia de culturas distintas y prácticas culturales diferentes, siempre y cuando estas no atenten contra aquellos. No se trata de favorecer unas opiniones sustantivas frente a otras, sino hacer posible la convivencia básica de estas. Pero en el momento en que el atentado ya se ha producido, ¿no es quizás hipócrita ondear la bandera de la neutralidad desde el Estado para no condenar estas prácticas dañinas? ¿No es este un modo de rehuir una responsabilidad moral hacia los valores que representan nuestras naciones?
La negación de la existencia de estos valores supone, a mi modo de ver, otorgar una liquidez insostenible en la que “todo es igual de bueno”. Aclamar lo contrario desde el Estado, o denunciar la amenaza que supone la radicalización de un modo de entender la vida impuesto al resto por medio de la violencia, no es, en ningún caso, ir en contra de la neutralidad que caracteriza al Estado.
Dicho esto, resulta llamativo que una amplia mayoría de estas sociedades occidentales no haya salido a defender estos pilares sobre los que se constituye nuestra sociedad. Esto puede ser debido a dos motivos: o bien se considera que los valores fundamentales de nuestra sociedad no están en peligro, o bien que aquellos valores que hasta el momento han sido establecidos en la base de nuestra cultura se están transformando.