“¿A quién llamo si quiero hablar con Europa?” Esta era la pregunta que Henry Kissinger, Secretario de Estado de EEUU (1973–1977), se hacía cada vez que quería levantar el teléfono para contactar con sus amigos transatlánticos. Saber a quién dirigirse parecía más difícil que una llamada cruce el océano. Y, ciertamente, la cuestión entraña un cierto esfuerzo intelectual.
El lector de estas líneas probablemente no tenga en su agenda los compromisos de Kissinger, pero quizás también quiera saber cómo hablar con Europa. Desde 1986, los españoles no solo somos europeos por haber nacido en este continente, sino que también se nos reconoce como ciudadanos de la Unión que sobre él se forja.
Precisamente por esta carta de ciudadanía, el ciudadano europeo debería estar en condiciones de saber quién le representa y poder discutir fundadamente a aquellos que atemorizan contra los burócratas de Bruselas. Sin embargo, no se nos ha puesto fácil. Distinguir el “Consejo Europeo” del “Consejo de Europa” o el ·Consejo de la Unión Europea” de la novísima “Comunidad Política Europea” puede causar algún que otro suspiro al estudiante más aplicado. Si el asunto entraña cierta dificultad explicándose en cualquier sobremesa es de esperar la complejidad que conlleva en más altas esferas.
Esta dificultad también complica el protocolo. Hace unas semanas mientras el pueblo británico despedía a Isabel II, seguro que en algún rincón de Buckingham se discutió a quién debería extenderse una invitación para el funeral de la Reina: ¿a la Presidenta de la Comisión o al Presidente del Consejo? ¿Y el Alto Representante? que como cuyo nombre indica parece que es el que tiene que representar. Acudieron a Westminster los dos primeros, pero no el tercero. En cualquier caso, y teniendo en cuenta que siempre las formas hablan del fondo, el protocolo merece un trabajo delicado para evitar nuevos bochornos como dejar sin asiento a Von der Layen en su audiencia en Estambul.
Quién habla por Europa, por la Unión Europea, es una cuestión que sería demasiado pretencioso pretender abordar en estas breves líneas, que puede que sirvan, de hecho, para complicar algo más el asunto.
Desde los inicios de la Comunidad Europea, la salvaguarda de la soberanía patria y el aliento hacia la mayor integración han constituido la tensión dicotómica que caracteriza la UE, esa rara avis en todo el mundo que es mucho más que una organización internacional y mucho menos que un Estado. Quizás simplemente es el sueño esforzado y conseguido de convivir.
Por las implicaciones políticas que tendría haber adoptado una Constitución Europea fracasó el proyecto en 2004. Sin embargo, nos dimos un himno -sin letra- y una bandera -que ya existía-. Lo que no nos dimos fue un Ministrode Asuntos Exteriores que representase a la Unión en la arena internacional. La palabra ministro hacía pensar demasiado en un país y esa implicación terminológica fue la misma que acabó con la non nata Constitución. Todo eso era y es domaine reservé. En su lugar, quisimos bautizarlo con el nombre de “Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad”. Esta tensión, que salpica de lleno a nuestro embajador europeo en el mundo, parece evolucionar de una aspiración sottovoce solo de los más convencidos europeístas a una realidad que se va abriendo paso al golpe de realpolitik. Especialmente cuando la pandemia y la guerra nos han recordado que el fin de la historia no ha llegado, la UE no puede seguir permitiéndose ser caricaturizada como un gigante en lo económico sin la suficiente fuerza en la política. Parece que el actual Alto Representante, Josep Borrell, tomó buena conciencia de ello cuando se aventuró en ser el primero en hablar del “poder duro” en la Eurocámara.
Se le llame ministro de Exteriores o con cualquier otro nombre, lo que está claro es que lo que dice y hace quien encarna esta dignidad es examinado con sumo interés (recuérdese la metáfora sobre jardines y junglas hace apenas unas semanas y su acostumbrado ruido mediático). Pese al lío de nombres, a este cargo se le conoce como el de los tres sombreros por condensar en uno lo que antes hacían tres. Además, su naturaleza es bifronte al encarnar también la Vicepresidencia de la Comisión -ese mal llamado ejecutivo de la Unión-.
Con todo, una mirada circunscrita a la descripción de lo que es el Alto Representante y no a lo que hace sería insuficiente para conocerlo. Llegados a este punto tiene algo que decir el sabio refranero español: “el hábito no hace al monje”. Es quien encarna la posición quien moldea, ajusta y perfila con amplia discrecionalidad política su cargo. La solidez de la política exterior europea ha conocido una trayectoria in crescendo paralela a la solidez política de quien ha ocupado su dirección. Javier Solana y la baronesa Ashton primero, Mogherini después y Borrell ahora.
Hagamos un breve recorrido personal por quienes han ocupado el puesto. Al principio eran comunes los agravios comparativos sobre la baronesa Ashton si se miraba la trayectoria al frente de la OTAN de su predecesor. Hay quien afirma que la indeterminación de Ashton no era una carencia sino una cualidad buscada por quienes no querían dejar la diplomacia fuera de las capitales de sus estados. Pese a sus críticos, es de justicia reconocer su labor en la puesta en marcha del SEAE, el brazo ejecutor de Alto Representante. A ella le sucedió con impulso renovado y estrategia inteligente la italiana Federica Mogherini cuyo testigo recogió de nuevo un español, Josep Borrell dotando a la jefatura de la diplomacia común con un perfil inédito al hablar de la “Europa Geopolítica”. Lejos quedan los tiempos en los que la UE era solo un mercado común. Los paquetes de sanciones a Rusia han puesto el foco aún más en nuestro Alto Representante ya que en buena parte responden a su iniciativa y liderazgo procedimental.
Que la Presidenta presida y el Representante represente no es tan fácil. A veces, como en la ONU, Europa solo observa, pero otras, como en la FAO, también habla. Otras veces, Presidenta y Alto Representante proclaman su tradicional “deeply concern” a la vez. Incluso hay situaciones más complicadas como es recibir un Nobel de la paz que requirió que tres personas recogieran sobre el escenario el premio a la vez.
No hay respuestas sencillas a realidades complejas como es la Unión. Ante esta complejidad institucional y la mirada confusa del ciudadano, la Unión debe encontrar en la figura de su Alto Representante una oportunidad de unificar su voz como actor internacional y un catalizador para su política exterior, que es la nuestra.
Aunque Bruselas nunca ha estado tan cerca, esta amalgama de cargos y nombres puede alejar mucho al representante de su representado y complicar la respuesta a la pregunta ¿Quién habla por Europa? Hasta que esto se aclare, Henry Kissinger seguirá desconcertado.