Esta época esponjosa de verdades plastilina nos ha conducido a una preocupación exasperada por delimitar la verdad; la verdad última que brilla por sí sola, que se resguarda de los embates del nihilismo y se protege de la subjetividad humana. Hay una tendencia a querer descubrir una verdad clara y unívoca, absoluta e indisoluble, que sea cimiento de mi vida y de mi seguridad ante ella. Sin embargo, en esta búsqueda se esconde a menudo nuestro miedo a la nada, a la ausencia de sentido. Y nos ocurre que muchas veces vendemos la verdad para sentirnos seguros; para no afirmarla y contemplarla, sino para usarla como consuelo y huir del follón que tenemos aquí abajo.
Quienes buscan una verdad inamovible —que no es más que el deseo de sentirse seguro ante la incertidumbre de la vida— rehúyen de la subjetividad. La tienen manía, creen que el mundo guarda una estructura lógica independientemente de la mirada humana. Lo real es lo real y no hay más que hablar. Conocer consiste en presuponer que, de algún modo, todo es susceptible de ser puesto delante y de ser descrito tal como es. Las cosas en su centro, las cosas en sí, bien colocadas, en su sitio y sin moverse mucho. ¿Hablar de la verdad es hablar de objetividad?, ¿es la verdad subjetiva una contradicción?
Para responder a estas preguntas se me ocurre hablar de mi abuelo. Quizás él nos ayude a entender mejor el problema que estoy planteando. Mi abuelo nació en un pueblo canario, acariciado por los vientos alisios y bautizado por unos barrancos de vértigo, cortados por unas terrazas en las que se apiñan las plataneras, crecen las parras volcánicas y aflora la papa —que se come con piel y sin lavar, con el polvillo de la tierra negra—. Mi abuelo fue muchas cosas: cirujano, teólogo, político… Le hubiera gustado ser un intelectual respetado, pero lo que realmente quería era ser escuchado en un pueblo de pescadores donde el estudio y los altos vuelos pasaban desapercibidos. Se dice que uno es hijo de su tiempo, pero él no era ni de su época ni del lugar en el que nació. Su problema es que soñaba demasiado alto, a lo grande, para el pequeño y modesto pueblo en el que vivía.
Le apasionaba la botánica, la flora autóctona canaria, y en especial el árbol de su pueblo. Sí, si pregunta por ahí cuál es, le contestarán con un «niño, El Drago, lo más bonito del mundo». Este monumento vivo es para mi abuelo un hijo, un pedazo de su vida, el símbolo de su tierra, el alma de la vecindad que extiende sus raíces y abraza a todos sus vecinos; el Drago como verdadero ayuntamiento. Esta es la verdad de mi abuelo, una verdad firme como lo eran sus principios, pero a fin de cuentas una verdad subjetiva. ¿Podríamos decirle que un árbol es sólo un árbol y que lo que piensa y siente sobre él es secundario? Como intuyes, vengo a decir que la verdad no es simplemente una adecuación, una conformidad, sino una experiencia. Los turistas despistados mirarán ese árbol como uno más entre muchos. Le harán fotos, se sorprenderán de su belleza, pero no lo mirarán cada mañana al despertarse.
Las cosas no son como son, sino que vienen determinadas por el significado que adquieren a través de la relación que tenemos con ellas, la experiencia. El significado de una cosa equivale a preguntarse cómo vivo o habito con ella. Lo peculiar de nuestro existir es que está referido a la posibilidad, a la posibilidad de crear. Creamos mundo, significatividad, realidad. El Drago nos puede resultar indiferente o nos puede conmover con su belleza, y esta distinción depende en gran medida del significado que tiene en relación a nosotros. El Drago nunca podrá ser para mí lo que fue para mi abuelo.
Existir es un estar ya abierto al mundo. No hay un yo y luego mundo, no hay tal separación entre sujeto y objeto. Es decir, mi abuelo no es sin el Drago —y sin muchas otras cosas, por supuesto—, pero también —y es una afirmación atrevida— el Drago no sería lo que es sin la mirada de mi abuelo. Qué importante es el mundo en el que habito, el mundo de mi cotidianidad, de la proximidad. Quizás eso es lo que nos falta hoy, más cercanía, más cuidado de las cosas —y personas— con las que vivo. La realidad no es algo dado, sino que acontece principalmente en mi uso con ella. Creo que viene a cuento la famosa frase de Wittgenstein: «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». ¿Existiría el Drago sin la mirada y las alabanzas de mi abuelo y de tantos otros canarios? Quizás sí, pero sin significado, sin contenido. Sería un objeto vacío. Pasaría a ser mero árbol, y ni eso. El Drago no causa impresión únicamente por lo que es —no niego que haya algo de inherencia—, sino sobre todo por lo que representa: un árbol nombrado, querido, contemplado.
En este sentido, al estar las cosas provistas de cierta significación, mi relación con ellas no es simplemente gnoseológica, sino afectiva. No hay conocer sin afectividad, se conoce cuando uno queda tocado por el conocimiento. Por eso estar en el mundo es también sentirse afectado por él. Vivir es sentirse viviendo y sentir el mundo ya es advertir una forma de inteligibilidad. Mi abuelo mira el Drago y en esa relación siente añoranza, esperanza, nostalgia, tristeza… Captar lo profundo es un estremecerse ante el misterio de la vida. No hay ontología sin pasión.
Da la sensación de que en la porosidad en la que vivimos hoy, La Verdad es la única que nos puede mantener a flote. Pero a menudo ocurre al revés. La mirada de mi abuelo, la relación con su querido árbol, es una verdad mucho más firme; una verdad que lo ha mantenido siempre en pie, que no es poco. Cuando estudiaba Teodicea en la carrera, un amigo lo expresó así: cuánto más intento estudiar a Dios, menos lo trato. Conocer no es simplemente una aprehensión intelectual, sino un acoger con cariño el mundo que nos rodea y decidimos crear. Conocer es de algún modo una disposición, una actitud moral.
Ahora bien, no caigamos en el vacío de pensar que esa verdad subjetiva, la de mi abuelo, finaliza enclaustrada en su mundo, cristalizada en su historia y en sus significados. Porque la vida se siente más —y por tanto se conoce más— cuando se expresa y comparte. Convivir —nos enseña Josep María Esquirol— no es vivir unos al lado de los otros, sino darse vida unos a otros. La verdad de mi abuelo brilla y adquiere su plenitud cuando nos sentamos los dos juntos a mirar el Drago, y me cuenta su pasado, sus historias, para que trate de contemplarlo como lo hace él, para que me sienta tocado por lo que representa. Quizás ahí acontezca el misterio de la verdad.