Las políticas económicas de los países más desarrollados han asumido, durante las últimas décadas, un papel activo en la garantía y desarrollo de un nivel de bienestar generalizado para todos sus ciudadanos. El Estado se ha convertido, en muchas economías, en su principal agente. Su papel no se reduce a las atribuciones clásicas vinculadas a la soberanía- justicia, policía interior y política exterior- sino que abarca todo un universo de actividades prestacionales. La condición de ciudadano en un Estado moderno lleva aparejada una serie de obligaciones y, sobre todo, de derechos.
Consecuencia directa de la mencionada actividad prestacional del Estado es la necesidad de obtener recursos para su financiación. Ésta deberá ser constante, suficiente y sostenible. Obtener una fórmula recaudatoria que satisfaga óptimamente estos principios dependerá de criterios no solo económicos, sino también sociológicos, políticos y culturales. La percepción ciudadana -cuyo sesgo responde a un crisol de factores- determinará cuestiones como el nivel de asistencia social asumido por el Estado, la presión fiscal tolerada por el contribuyente o la desigualdad socioeconómica asumible. De ahí que las soluciones financieras y presupuestarias no sean automáticamente intercambiables entre países. La cuestión tributaria es uno de los muchos asuntos que atañen al bien común y, como tal, no se puede considerar de manera aislada.
Nuestro sistema tributario se inspira en los principios de igualdad, generalidad, progresividad y no confiscatoriedad (arts. 31.1 CE y 3.1 LGT). Su virtualidad práctica- la de los principios- está condicionada por el contexto en el que se aplican cada una de las figuras tributarias de nuestro ordenamiento. Actualmente, la internacionalización y la digitalización de la economía han marcado profundamente las propuestas de regulación fiscal de las principales economías mundiales. La fuerte competencia entre Estados, la aparición de nuevas tecnologías y formas de negocios o el perfil de algunos contribuyentes condicionan, entre otros factores, las políticas recaudatorias.
Elementos como la movilidad, la competencia o la facilidad de fraude han empujado a muchas jurisdicciones a reducir la presión fiscal sobre determinadas actividades y personas. Por ejemplo, las rentas altas tienen una mayor capacidad de trasladar su residencia a un país distinto- véase los famosos casos de los youtubers españoles en Andorra-. Sin embargo, los trabajadores de rentas media y bajas suelen encontrar mayores dificultades para abandonar un país por otro. También, resulta más fácil el fraude en impuestos como el de Sociedades o la Renta que en el IVA. Este último lo pagan por igual todos los ciudadanos con independencia de su renta o patrimonio. Los hechos descritos, entre muchos otros, explican la mayor presión fiscal que han sufrido en las últimas décadas las rentas del trabajo y las clases medias, así como el mayor protagonismo de los ingresos por impuestos indirectos -IVA, Impuestos Especiales, Impuestos Medioambientales, etc.- , con el consiguiente deterioro en la progresividad del sistema y en su capacidad redistributiva.
¿Es reversible la tendencia descrita? La facultad de exigir tributos, actualmente, es un atributo de la soberanía estatal. En nuestro mundo globalizado, las soluciones fiscales deben alcanzarse desde un multilateralismo intenso y de buena fe. La falta de entendimiento entre las diferentes jurisdicciones fiscales está obligando a los Estados, en aras de la eficiencia recaudatoria, a adoptar reformas poco equitativas. Los grandes perdedores de esta competencia- a mi juicio, incompetencia- son la inmensa mayoría de ciudadanos. Uno de los principales retos de nuestro tiempo, en nuestras sociedades, es la creciente desigualdad. Adam Smith, consciente de la importancia de la igualdad social como condición de posibilidad de una ciudadanía compartida, señalaba en “La riqueza de las naciones” (1776) que “ninguna sociedad puede ser floreciente y feliz si la mayor parte de sus miembros es pobre y miserable”. Una buena política fiscal sería una herramienta eficacísima para garantizar cotas aceptables de igualdad social y material. Es responsabilidad de la ciudadanía exigir a los Estados y a los organismos internacionales una mayor cooperación y lealtad en estos asuntos.
Para concluir, quisiera remarcar que la progresividad y equidad de nuestros sistemas fiscales no debe darse necesariamente por la parte de los ingresos. De hecho, el papel redistributivo de la actividad económica del Estado en España- y en la mayoría de los países de la OCDE- se da por la vertiente del gasto. En resumidas cuentas, en España no paga más el que más tiene, pero sí recibe mucho más el que más lo necesita. Esta fórmula tiene también sus ventajas porque permite redistribuir la riqueza sin desincentivar en exceso la generación de renta por parte de los más adinerados que, a fin de cuentas, son los que más y mejor saben generarla. El matrimonio, por tanto, entre eficiencia y equidad puede darse de múltiples maneras.