Bienvenidos al totalitarismo blando
Entre los imberbes vándalos que destrozan las calles, flota una triste paradoja: buscar reconocimiento tras unos pasamontañas y expresar sus pareceres con adoquines. Esto me hace preguntarme si los jóvenes sabemos actuar en la esfera política, y a su vez me remite a una lejana sesión en torno a cómo se ejerce el «poder» en nuestro tiempo, impartida por el catedrático Juan Carlos Jiménez Redondo en la Universidad CEU San Pablo. Durante su disertación, hizo una distinción entre dos tipos de poderes: un «poder duro», establecido por la fuerza militar; y un «poder blando», determinado por la cultura.
Esta dicotomía —como casi todas las divisiones dicotómicas— resulta imprecisa, pero recoge de forma muy fidedigna la percepción social que se tiene sobre el «poder». Si utilizamos los manidos tópicos actuales, podríamos expresar esta visión de la siguiente manera: el «duro» es el poder «fascista», el que ejercen los cuerpos de seguridad del Estado con el uso de la fuerza; en cambio, el «blando» es el «democrático», el que ejerce el pueblo a través de sus creencias, sus costumbres y sus influencias culturales. Especialmente interesante sería desgranar la primera parte de esta interpretación para analizar una absurda concepción del «poder duro» que, por desgracia, está muy extendida. No obstante, es más importante profundizar en la tácita idea del poder como «dominio».
Podemos entender el poder como dominio si, en efecto, definimos «tener poder» como «la capacidad que tiene uno para forzar que otro haga lo que uno quiere que haga». En estos términos debe entenderse la sencilla dicotomía del profesor Jiménez Redondo, cuyo fin no era otro que ilustrar cómo se ejerce de facto el poder en los últimos siglos. Esta naturaleza «dominante», al contrario de lo que puedan pensar muchos, se da tanto en el «duro» como en el «blando», pues, aunque suele ser más intimidante una dictadura militar, su opinión pública no es en potencia menos intolerante que los intereses de la mayoría o el discurso de los medios de comunicación en las democracias actuales.
La esencia «dominante» del «poder duro» se nos hace evidente por su «fuerza», sin embargo, no nos sucede lo mismo cuando nos referimos a la encomiada democracia. Etimológicamente, es correcto referirse a la democracia como al «poder del pueblo», y por ello es legítimo defender que su voluntad se fundamenta en su propia cultura, pero ¿Es adecuado concebir el poder como el simple dominio sobre la minoría o los débiles para buscar su obediencia? ¿Es por fuerza inevitable, como ya presagió Tocqueville en los albores de los contemporáneos tiempos democráticos, la «tiranía de la mayoría»?
El análisis del «poder blando» o «democrático» no es sencillo por varias razones: la primera, ¿en qué medida no se encuentra «endurecido» por el protagonismo violento de los estudiantes del Mayo del 68 o los indignados del movimiento 15-M?; y la segunda, ¿qué grado de poder tiene verdaderamente el «pueblo» en una democracia representativa? Estas cuestiones pueden eludirse si alegamos que el poder blando es tan solo la «cultura», es decir, el conjunto general de creencias y costumbres propios de una comunidad, y que configuran y limitan el pensamiento y los hábitos del individuo. Pero a esta respuesta podemos replicar: ¿Qué «propiedad» tiene una cultura más de masas que etnocéntrica?
Estas preguntas ponen de relieve la complejidad de analizar nuestras democracias, porque existe una íntima interdependencia entre ellas y la cultura que no se puede obviar. No obstante, no debemos dejar que estos y otros muchos interrogantes que pueden surgir en torno a esta cuestión dispersen nuestra atención de la raíz del problema, que no es otro que el ya señalado: entender el «poder» como coacción o «dominación», ya sea a través de los métodos violentos de la lucha callejera o de la manipulación mediática y cultural. Muchos pensadores han escrito sobre estas manifestaciones, siendo especialmente elocuentes José Ortega y Gasset con su célebre obra La rebelión de las masas (1930), o el académico Giovanni Sartori en su libro Homo videns: La sociedad teledirigida (1997), pero pocos se han dirigido tan bien a la cepa de esta confusión como Hannah Arendt.
Para la teórica judía, el problema del poder en la Modernidad reside, por un lado, en la identificación de este con la violencia por su aparición conjunta en el espacio público, y por otro, en la sustitución de la democracia directa por el sistema de partidos. Estas dos cuestiones son tratadas con una perspectiva histórica y una vigencia actual en sus obras Sobre la revolución (1963) y Crisis de la República (1972), donde no solo defiende el poder constitucional basado en el respeto a la pluralidad de individuos, sino que también exhorta a una participación activa en la política para evitar la «superfluidad».
El «ser superfluo», aquel que no es capaz de intervenir políticamente en el mundo, fue el mayor temor de Arendt, porque era la premisa del totalitarismo que le tocó vivir. Ese miedo fue expresado en Eichmann en Jerusalén (1963): «el totalitarismo busca, no el dominio despótico sobre los hombres, sino un sistema donde los hombres sean superfluos». Así, a diferencia de ella, nosotros no hemos vivido el nazismo, pero muchos experimentamos esa sensación de irrelevancia en los asuntos políticos, esa impotencia ante la maquinaria mediática partidista y la afinada racionalización de la vida pública, que configura esa «jaula de goma» de Gellner, armazón de este «totalitarismo blando».