Todavía no se ha cumplido un mes desde que cientos de personas tomaran por la fuerza el Capitolio de los Estados Unidos. Estaban convencidas de que salvaban a su país de un fraude electoral masivo. Simultáneamente, los partidarios de los demócratas acusaban a Trump y a los medios afines de mentir sistemáticamente. Durante décadas nos han dicho que todo depende del color del cristal con que se mira. La verdad se ha llegado a ver como una cuestión privada, pero nunca como hasta ahora se había hecho tan patente que es un elemento irrenunciable en la vida pública, y su ausencia un daño tan grande que puede desembocar en una guerra.
Que los políticos mientan, engañen y prevariquen no es nada nuevo. Hace aproximadamente dos mil años Pilato interrogó a un presunto agitador público. Los documentos de la época señalan que “no encontró en él culpa alguna”, y a pesar de todo, por contentar a los jerifaltes de la política local, consintió en que le aplicasen la pena capital. Durante el interrogatorio, el gobernador le hizo al reo una pregunta que ha pasado a los anales de la historia: “Quod est veritas?”.
La cuestión sigue tan vigente como entonces. La verdad, en su definición clásica, es adaequatio intellectus et rei; es una cierta identidad entre la naturaleza de la cosa conocida y la forma del concepto construido. Muchos siglos después, los analíticos reformularon el concepto para hacerlo más inteligible: “‘P’ es verdadero si y sólo si P”, donde ‘P’ es un enunciado respecto al mundo. Por ejemplo: “‘Llueve’ es verdadero si y sólo si llueve”. En apariencia estamos ante una forma distinta de definir lo mismo, y sin embargo, mientras la definición clásica contempla un solo mundo en el que dos elementos comparten una forma, la analítica considera dos mundos separados: el de los hechos y el del lenguaje, y la verdad consiste en la adecuación del lenguaje a los hechos.
Otra forma de verlo: una opinión es verdadera si se ajusta a los hechos. De ahí la máxima tradicional del periodismo: las opiniones son libres, los hechos son sagrados. Sin embargo, esta forma de entender la verdad tiene al menos dos problemas. El primero: hay cosas acerca de las cuales no hay verdad. Son los enunciados no contrastables con hechos, como “te quiero”, “me gusta el chocolate” o “soy feliz”. De algún modo están estas afirmaciones por encima de la posibilidad de un juicio público, porque, como dijo Wittgenstein, “de lo que no se puede hablar es mejor callar”. El segundo problema: no es tan sencillo definir los hechos. Piensen en el sexo, por ejemplo. Hace tiempo que dejó de ser un hecho biológico y ha pasado a ser una decisión personal, una opinión o en el mejor de los casos un hecho psicológico o un constructo social. Sustraer un elemento del mundo de los hechos es una forma de acorazamiento epistemológico. Cuando algo no es un hecho, sino una opinión, ocurre que no puede ser verdad ni mentira, y por eso merece tanto respeto como cualquier otra opinión. Llegamos así a una especie de inversión de aquel adagio del periodismo clásico. Ahora las opiniones son sagradas y los hechos, libres.
A pesar de todo, la verdad es un enemigo poderoso, porque, como ustedes saben, el día que muera la verdad será verdad que la verdad ha muerto. La necesitamos, a veces a nuestro pesar, aunque sea para la vida privada. Uno siempre prefiere tener cerca a personas veraces.
La veracidad es una virtud, una disposición constante del ánimo hacia la verdad. Por vía negativa: la persona veraz es aquella que no miente. No es un pánfilo, claro (otro día hablaremos de la etimología de esta palabra, que tampoco tiene desperdicio). No le dice a todos siempre toda la verdad, porque no siempre todos tienen el derecho de conocerla toda, ya sea por razones profesionales, personales o familiares. No, el veraz no es un idiota, pero no miente, o sea, no oculta la verdad con intención de engañar.
Ahora bien, la virtud sí es un elemento privado. No hay algo así como la virtud pública. Siempre es una persona la que es virtuosa o viciosa. Pero no deja de ser cierto que existen algunos comportamientos colectivos construidos socialmente. Los modales, la forma de vestir en un trabajo o el modo de hablar en la tribuna del Congreso de los Diputados. Son comportamientos compartidos libremente por un grupo de individuos que tienen tres características: los encarnan personas concretas, se viven en comunidad y están siempre amenazados —precisamente porque no dependen de la institución en la que se realizan sino de las personas concretas, sumadas una tras otra, que los viven.
Es de suponer que con la veracidad pasa algo parecido. Más allá de las causas de la devaluación de la verdad en la vida pública, caben dos actitudes ante esta debacle. La primera es la del filósofo de terraza, que constata alegremente el fin del mundo mientras se toma un vermú. La segunda, más ardua pero probablemente más efectiva para rehabilitar la verdad en nuestra vida común, es la del yihadista.
Lo que yo les propongo es una yihad en el sentido espiritual de la palabra: una lucha ascética, si prefieren, que es, a fin de cuentas, la única manera de rehabilitar la virtud. Pero, para que no me acusen de casposo, démosle a esto una portada con colores chillones y un título de superventas de autoayuda: How to achieve truth-based relationships in three easy steps. Lo he puesto en inglés para que suene más moderno.
Primer paso: ame usted la verdad. ¿No dicen que lo dijo Aristóteles para llevarle la contraria a su maestro? Amicus Plato, sed magis amica veritas. La verdad por encima y a pesar de todo. ¡La verdad nos hace libres! ¡Diga la verdad, repámpanos! No engañe a la gente a su alrededor.
Segundo paso: caiga en la cuenta de que usted es una figura pública. Tal vez no sea político, pero quizá es usted madre de familia, o entrenador del equipo de fútbol de la escuela, o directora de departamento o jefe de camareros o el alma de la fiesta. El caso es que me apuesto el coche a que hay alguien en este mundo que se fija en usted, en lo que dice y en lo que hace. No le defraude.
Tercer paso: cree en su entorno una cultura de la verdad. Ya ha identificado a esas personas que esperan algo de usted, ¿no es cierto? Pues deles alas. Premie a su alrededor la veracidad: al hijo o al empleado o al amigo que dice la verdad aunque aquello, en principio, parezca que vaya a causarle un perjuicio. No se enfade nunca por la verdad, aunque no le guste, aunque le hiera incluso. Agradézcala a quien se la diga. Promueva la comunicación entre los suyos —la comunicación auténtica sólo es posible en la verdad—, penalice la mentira, el engaño y la falsedad a su alrededor. Usted solo no evitará, probablemente, otro asalto al Capitolio, pero el mundo será un poco mejor si hay un equipo de cadetes de un pueblo de Guadalajara donde quince chavales aprenden a no decir mentiras. Si somos muchos los que nos empeñamos, yo qué sé, compadre, la muerte quizá nos alcance un metro más cerca de la playa.