Los niños ya no deben leer novelas clásicas como Matar a un ruiseñor. Palabras como nigger son insultantes y ofensivas, según varios padres que obligaron a un colegio del estado de Mississippi a quitar la novela de las lecturas escolares. Tampoco se nos hace extraño escuchar que estatuas de figuras históricas han sido derribadas, o que se censuran ciertas obras de arte, o la última polémica, que ha venido acompañada del lema “me doy de baja de HBO”, por la controversia creada en torno al cartel de Patria, la novela de Fernando Aramburu.
Todas estas manifestaciones son muestra de una nueva censura cultural. Si bien los impulsos censores siempre han estado presentes, en los últimos tiempos han tomado una mayor relevancia, en parte debido al gran altavoz que suponen las redes sociales, que consiguen agrupar a un mayor número de personas en torno a una protesta; y también al rumbo político y social que han tomado algunos de los países más desarrollados en los últimos meses. No obstante, son muchos los interrogantes que se abren sobre estas nuevas posturas que no pueden limitarse al análisis fácil de las redes o a triunfos de políticos reaccionarios y oportunistas. ¿Por qué hay voces que hoy persiguen libros, cuadros o fotografías de hace más de medio siglo? ¿Qué ha cambiado para que entonces no supusieran ningún problema y hoy sean pasto de linchamientos y prohibiciones?
Desde un punto de vista político, se podría decir que hay principalmente dos causas. La primera tiene que ver, precisamente, con el nuevo sentimentalismo que impregna la cultura occidental, es decir, con un deseo de proteger a quien puede sentirse ofendido, que es una patología de las sociedades postmodernas: en el fondo cuando hablamos de sentimentalización de los conflictos esto no deja de ser un reflejo de un buenismo exacerbado. Son preocupaciones no materialistas porque ya se habla menos de la distribución de los impuestos, o de las leyes, y se habla más de los códigos a partir de los cuales nos comunicamos.
La segunda causa estriba en la articulación identitaria de los grupos sociales. Uno se adscribe a un grupo y siente atacada su autoestima en la medida en la que es criticado ese grupo. Se establece un vínculo entre el sentido de nuestra autoestima y el grupo al que nos ligamos. Así, y valiéndome del ejemplo que he puesto al inicio, esas personas se sentirían ofendidas – en el caso de Matar a un ruiseñor – por una descripción de un negro discriminado o unas palabras que se consideran ofensivas.
En este sentido es donde cobran importancia las redes sociales como trampolín de los ofendidos. Plataformas idóneas para expertos psicólogos y controladores de marketing que se presentan como catapultas para los que tienen el poder del “cotilleo” y la “reputación”.
El cotilleo realiza una función moral, ya que hace que el individuo acepte la norma, transmite unos límites y coartan la libertad individual para que el sujeto se someta a las reglas. No hay cultura que no tenga cotilleo. En la sociedad moderna nos habíamos hecho muy individualistas, habíamos perdido esa vigilancia del cotilleo, pero con las redes nos vigilamos unos a otros. Gracias a esta posibilidad que han dado Instagram, Twitter y Facebook nos hemos lanzado todos a ser los más buenos y a criticar a quien no lo es o no muestra interés en serlo según los cánones de la opinión pública imperante. La reputación de hoy día va ligada a esta hipervigilancia propia de la aldea global, puesto que son el cotilleo y los rumores los que destruyen las reputaciones.
La verdad ha sido desplazada por la sensación, y la razón por el borreguismo, tal y como ya preveía Ortega y Gaset en ‘La rebelión de las masas’ con su hombre masa. Todos esos casos abren de nuevo el ya repetitivo debate sobre la libertad de expresión, y por ello el sentido común sigue siendo el mejor de los índices para valorar esas situaciones. Por eso la autocensura y no la imposición es el ideal en un mundo cada vez más global. Pensárselo dos veces antes de ofender o sentirse ofendido. No obstante, para ello, se requiere una madurez como sociedad que, sin duda, todavía no tenemos.