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Ingreso mínimo vital

El Ingreso Mínimo Vital (IMV) es ya una realidad en nuestro país. “Una medida histórica en nuestra democracia reciente para que nadie se quede atrás”, tal y como la definió el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Anunciada la puesta en marcha del importe mínimo destinado a corregir los niveles de pobreza que hay en España, se torna necesario analizar las consecuencias y posibles efectos que comportan en el empleo y en la economía.

A diferencia de la renta básica, que es universal y sin condiciones, es decir, la percibe cualquier ciudadano sin exigencia alguna a cambio, el IMV es -o debe ser- selectivo y condicional: beneficiarios que se encuentren en situación de extrema necesidad y que se comprometan a someterse a reciclaje formativo. Este nuevo ingreso es una prestación no contributiva de la Seguridad Social pensada para reducir la pobreza -actualmente agravada por la pandemia del coronavirus- y fomentar la inclusión social que, como ocurre con las pensiones de jubilación o desempleo, podrá percibirse si se cumplen los requisitos establecidos.

Ahora bien, con el fin de neutralizar los potenciales perjuicios que aflorarían con la entrada en vigor del IMV, deberíamos tener presentes tres fundamentos. El primero de ellos: la condicionalidad. El receptor no solo ha de estar dispuesto a aceptar aquellos empleos que se le ofrezcan, sino que ha de asumir el compromiso de instruirse para incrementar su empleabilidad. De este modo, el IMV no actuaría como incentivo para consolidar bolsas de pobreza teniendo en cuenta, en todo caso, que el derecho a percibirlo debe comulgar con el deber de poner todos los medios para dejar de cobrarlo.

El segundo: la subsidiariedad. El IMV ha de ir asociado a la erradicación de obstáculos estatales que impidan a los ciudadanos prosperar. Su cometido ha de ser el de constituir una red de seguridad subsidiaria y de ultimísimo recurso dentro de la sociedad. De manera más general, la implantación de este tipo de programas no debería alterar los fines últimos de las políticas económicas: el objetivo del Gobierno para con la economía no debe ser el de reducir la pobreza mediante la redistribución de la renta, sino el de minimizar la pobreza con un crecimiento económico inclusivo. El éxito con la instauración del IMV no debe radicar en conseguir que muchos ciudadanos lo perciban, sino en lograr que ninguno de ellos lo necesite.

Por último, el tercero: la ausencia de presión fiscal. Es cierto que este ingreso se ha de financiar, empero, financiarlo vía aumento del endeudamiento público -que podría comprometer la futura solvencia del país- o vía incremento de impuestos contribuirían a pauperizar la sociedad.

Este razonamiento sustentado en tres principios pretende contrarrestar la desactivación en la búsqueda de empleo. Pongamos un ejemplo: si tenemos un hogar con varias personas la ayuda puede llegar a los 1.100 euros, pero si en ese hogar solo tiene la opción de trabajar una persona y le ofrecen un trabajo de 1.200 euros, estaría trabajando solo por 100 euros, ¿esa persona se lanzará a trabajar por esa cantidad? Ergo deben evaluarse adecuadamente todas las situaciones para asegurar que nadie se encuentre en la más completa pobreza sin perjuicio de que ello no contribuya a consolidar la pasividad o inacción en los beneficiarios de este IMV.

En definitiva, debe hacerse del IMV una medida que, bajo el paraguas de la condicionalidad, la subsidiariedad y el ajuste fiscal, permita que sus receptores se sumen de nuevo al proceso de generación de riqueza socorriendo en esta época a aquellos que lo necesitan. Cualquiera de estas tres disfuncionalidades debe ser objeto de una dura crítica a la aplicación del Ingreso Mínimo Vital. Resulta crucial que, por un lado, se estimule el empleo para acelerar la reestructuración de la economía real y, por otro, se asista a los individuos perjudicados por esta pandemia. Y para compatibilizar ambos objetivos, solo queda centrar el IMV como medida que se ajuste a los tres principios enunciados evitando, en todo caso, su efecto desincentivador.