Cultivar el saber

La universidad debería parecerse al cultivo de un huerto, un trabajo lento y constante, paciente y llevadero. Ojalá fuera un espacio más socrático, un brevario de saberes inútiles, con más tiempo para estudiar lo que te gusta, pero sobre todo, para hacerlo más despacio. Conocer es interiorizar y eso necesita pose. Tal vez alguien juzgue esta visión demasiado modesta, pero al menos no es un engaño, y a veces poco es mucho. Me dijo un profesor que la universidad de hoy se asemeja más a una maratón que a una excursión placentera, donde uno se para por el camino y descansa bajo la sombra de un árbol, escucha y observa.

No se va a la universidad, se vive o se está en ella, pero no hay que entenderla como un espacio clausurado, un campus cerrado a la vida corriente, una endogamia intelectual poco creíble y demasiado pretenciosa, donde las ideas vuelan de un lado para otro en una especie de altura elitista. La enfermedad más común del académico es el mal de altura, el de las abstracciones, una especie de nube metafísica desligada de la vida corriente que identifica sencillez con banalidad. La verdad no está detrás como fondo, ni detrás como final. Sospecho, como el filósofo Josep María Esquirol, que la verdad es la verdad de cada cosa y de cada cosa a su tiempo, y del presente que se nos da y que se nos va. De ahí el peligro de quedarse quieto.

La universitas se entendía como corporación, el gremio de aquellos que se dedican a la enseñanza. Y en este sentido quedaba implícita la apertura hacia el otro, hacia el encuentro de un saber compartido o, mejor aún, hacia la ilusión de compartir el saber. Andan engañados quienes creen que esta apertura debe darse hacia el mercado laboral, un plan diseñado para convertir la universidad en un batiburrillo de saberes instrumentales para la consecución de un trabajo. Podrán ser las técnicas más especializadas del mundo, pero tengo la sensación de que sólo sirven para reparar desperfectos. La universidad no es una fábrica que produce graduados como una fábrica de embutidos produce chorizo. La verdad no es una meta, y menos aún un medio. Karl Jaspers estaba convencido de que la verdadera formación no se limita a la especialización porque el saber no se divide en partes como si fuera una especie de masa homogénea que pueda cortarse.

Cuando se pierde el sentido fundamental de la apertura, la institución cede a la tentación utilitarista, traiciona su vocación y vende su alma. Esta apertura poco tiene que ver con las clases y los exámenes o con la elección de una carrera. Mejor es charlar con los profesores, discutir con ellos o invitarlos a cenar. Y si la cosa se tuerce, emborracharse juntos y escuchar lo que de verdad piensan. Nunca hay que perder de vista los museos y más si hay uno en la propia universidad. Tampoco las sombras de los árboles en los días de primavera y los libros... Hay que perder más el tiempo leyendo y perderse a sí mismo entre paseos y escritos. El tiempo es bueno organizarlo, pero el universitario tiene que aprender a desentenderse cuando sea necesario. Es bueno usar más la libertad, aunque conlleve el riesgo de la fatalidad.

La apertura al saber va más allá de las actividades intelectuales. Hablo de las experiencias que no salen en los currículum, que pasan desapercibidas como todo lo que vale la pena en esta vida. Ojalá las universidades aprendan a valorarlas con sinceridad porque de poco se aprende mucho.

Homo fit, non nascitur, uno no nace hombre, se convierte en hombre. Es la cita que está colgada a la entrada de la biblioteca del Monasterio de la Oliva en la Ribera de Navarra. Estos lugares entienden muy bien la apertura hacia al saber, siempre tienen abiertas sus puertas a quienes quieran mirar en el interior de sí mismos. Pensaba que los monjes eran una especie de ascetas privilegiados, recluidos y alejados del bullicio, pero tienen los pies en el suelo y mejor anclados que los nuestros. Descubrí en aquellas austeras paredes un saber profundo y sincero, un sentido originario de la verdadera universidad que mis profesores rumorean con pena su extinción.

El abad me explicó que la cita allí colgada la escribió Erasmo de Róterdam, gran crítico contra la institución educativa y defensor acérrimo de la libre enseñanza. Así la entendía él, como el lugar donde se da a los hombres la oportunidad de convertirse en lo que verdaderamente son. Dudo que los Erasmus estén a la altura de su nombre.