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Monarquía y confianza

Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado? No solo lo decimos los católicos durante esta Semana Santa, sino que lo hacemos todos los españoles, al modo de Homero, cuando se refiere al monarca. Hace unas semanas salió a la luz que D. Juan Carlos I se embolsó, con motivo de las obra del Ave en Arabia Saudí, 100 millones de euros. Con ello, se puso en tela de juicio la figura de la monarquía, y nos hizo pensar sobre el papel de los gobernantes, ¿qué cabe esperar de ellos?

El sistema democrático funciona de tal manera que se reelige o no a los gobernantes cada cierto tiempo, es decir, en otorgar o deponer la confianza en aquellos que nos capitanean. ¿Qué criterios empleamos para ello? Su llevanza de la sociedad al bien común y la virtuosidad del político, que se pone de manifiesto cuando prioriza el interés de la sociedad, el interés común, sobre el suyo propio. ¿Qué es el bien, el interés común? Mantener aquello que es propio de la sociedad (la cultura, la costumbre, etc.) y la prosperidad, la satisfacción de las necesidades individuales y colectivas, para que se pueda producir la realización colectiva y la personal. Este, y no otro, es el fundamento último de la existencia de un Estado democrático.

Ahora bien, hemos hablado del “deber ser” del papel del político, pero la realidad es muy distinta. Como nos enseñan los clásicos de la filosofía política, solo un político virtuoso es capaz de la prosperidad pretendida, ergo si falta la virtuosidad, con tal de aferrarse al poder, el político empleará todos sus métodos para evitar la destitución. Para evitar la pérdida de poder habla Platón en La República de la persuasión: emplear la retórica para engañar. Este engaño consiste en mostrar, mediante juegos, malabares y distracciones, que la actuación ha sido la propia de un hombre de Estado, intensificando el mensaje cuanto más se acerca el momento de la reelección, de la reafirmación o retirada de la confianza.

La confianza es el elemento esencial de la democracia, la piedra de toque que permite que este sistema funcione. Si a la hora de depositarla, el ciudadano se ve manipulado o engañado, el sistema se corrompe: naufraga el Estado y la sociedad. Esto no significa que se deba abandonar el sistema, sino que, si existe tal posibilidad, quizá convendría estar preparado, y para ello tenemos la educación; pero ahondar en la educación nos desviaría del tema.

Platón, y también otros clásicos, afirman el tiranicidio o magnicidio como castigo para estas situaciones: “el hombre público que la viole (la ley) será condenado a muerte” (El Político). Aunque las ejecuciones no sean práctica habitual en nuestro tiempo, lo que está claro es que la corrupción y el lucro político injustificado son aquel robo más grave, por lo que corresponde la pena más severa. Parece que el Rey Felipe VI ha sentenciado, pero ello no es suficiente. Pedro J., director de El Español, en una columna de hace varias semanas estuvo acertado al decir que D. Juan Carlos I debía devolver el dinero a los españoles. Para terminar, conviene permanecer atentos a posibles juegos, malabares y distracciones, sin olvidar que, como reza el refranero español, no es oro todo lo que reluce.