ARETE

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"No tengo ni idea"

Estábamos unos cuantos apurando el café y entonces se menciona como de pasada la última noticia de prensa. Un nombre conocido, una conducta, el escándalo en boca de todos. Empieza la lluvia de opiniones. "Estaba claro que nada bueno se podía esperar de una persona con su historial", sentencio yo misma como remate final. Lo hago, pienso poco después a solas, haciendo gala de mucha menos elegancia que la que demostró María del Monte hace unos días a la salida del Juzgado de Instrucción número 16 de Sevilla, tras declarar en el proceso de investigación por robo en su vivienda, y por el que han ingresado en prisión preventiva su sobrino y cinco personas más ("No tenemos que hacer nada más, hemos confiado, seguimos confiando y vamos a confiar siempre en el sistema judicial de nuestro país", dijo, para ser exactos).

En cambio, en un escenario mucho menos controvertido y público, ¿qué podía haber hecho yo? Vivimos en España, tierra caliente y de lengua suelta, líder indiscutido en bares por metro cuadrado (y a ver si alguien piensa que esos bares se alimentan de otra cosa que un buen chascarrillo), madre de grandes escritores, pensadores y sátiros, desde un Quevedo hasta el mismo Goyo Jiménez. El acidillo de una buena crítica le calma a uno la digestión enseguida. En cambio, no está de moda escuchar una mala noticia y contribuir con el beneficio de la duda, ni parece admisible que con la cantidad de diarios digitales que existen puedas permitirte no saber. Prueba a decir que el último político al que la prensa acusa de desviar fondos quizá no esté tan implicado como parece y disfruta de lo que es una mirada incluso reprobatoria; prueba a comentar que quizá no conoces a fondo el origen del conflicto entre Gaza y Ucrania, y auguro que la próxima vez tú mismo cambiarás de tema antes de sonrojarte de la vergüenza.

¿Qué tiene de malo emitir una opinión rápida? Al fin y al cabo, no estoy matando a nadie. Aporto otro punto de vista a la conversación. Y siempre puedo rectificar y decir que me he equivocado –pongamos, por ejemplo, dentro de diez años–. Pienso, no obstante, que el daño, como en tantas situaciones, se va haciendo poco a poco, y de forma sutil. En primer lugar, al contribuir con alegre esfuerzo a perpetuar una sociedad que reflexiona poco y mal, y que sabe de todo: de política, de agricultura, de finanzas, de deportes, de Eurovisión, de poesía (al fin y al cabo, me pasaron hace poco un pantallazo de un verso de Paulo Coelho, eso curte la sensibilidad de cualquiera), e incluso de historia, si con un poco de suerte he leído el último best-seller de Posteguillo. En segundo lugar, es un flaco favor a uno mismo, porque la verdadera tolerancia no es precisamente la verborrea galopante del que solo se escucha a sí mismo (y quién se acostumbró a opinar rápido con veinte años no es muy probable que suavice esa tendencia con el tiempo).

Se ha escrito mucho en los últimos años sobre la paradoja de la información-desinformación que vivimos a diario en nuestro siglo, de los medios de comunicación como herramienta que nos permite estar al día al segundo y que por supuesto se utilizan también para influir. Dice Jordi Pérez Colomé en La función del periodismo en tiempos de bulos que "El periodismo se ha construido siempre sobre este lodazal que es la realidad, y además de la dificultad de averiguar toda la verdad y de eliminar los sesgos, hay un tercer problema: los intereses". Las redes sociales en este sentido tampoco mejoran necesariamente la difusión de información, ya que desdibujan la procedencia del contenido y propician errores sobre la autoría de ciertas afirmaciones –muchas veces de forma buscada– con tal de ganar viralidad.

La información corre más rápido que nunca, y realmente hemos ganado en inmediatez y, hasta cierto punto, en nivel de precisión, pero pongamos esto en contexto con otra circunstancia interesante: nuestra capacidad de concentración, en la tarea que sea –leer, cocinar, preparar un informe, ver una película durante dos horas–, ha disminuido exponencialmente. En paralelo, parece inevitable que disminuyan la profundidad y el espíritu crítico con los que nos aproximamos al contenido de noticias de prensa. Leemos con titulares, nos fiamos de una fuente solo con leer cuatro o cinco artículos –probablemente en diagonal–, y confiamos a ciegas en nuestra exquisita intuición (gusto) personal, que es la mejor de todas, para ir emitiendo un veredicto sobre el tema que sea. La opinión se verbaliza rápido porque el juicio se ha formado rápido, y eso es lo más peligroso de todo.

Decía al principio que al aséptico y al callado le suelen llover miradas de todo tipo, pero más que las miradas fulminantes, creo que mis favoritas son las que se dirigen con condescendencia, porque al que prefiera esperar un poco antes de juzgar se le suele achacar que es poco enterado, o que en general "no se moja". Eres un ingenuo, en la vida hay que ser un poco más crítico, etc. Dice García-Máiquez en El vaso medio lleno que ser bueno no implica ser tonto, pero sí con muchísima frecuencia hacérselo. Yo no aplaudo la ingenuidad, ni mucho menos la falta de convicciones bien reflexionadas, pero sí pienso que la gran ausente en nuestros debates es la osadía para escuchar atentamente, pararse un segundo y, cuando así sea, decir tranquilamente: "Mira, de esto no tengo ni puñetera idea".