Dejar espacio para la... sorpresa
El silencio, la sorpresa o el misterio son realidades que el hombre moderno prefiere evitar antes de enfrentarse a ellas. El uso de la tecnología, por ejemplo, sirve como vía de escape para obviar el silencio de forma inmediata cuando nos apetezca. Pero más que el silencio, me parece oportuno hablar de la sorpresa, a la que llevamos renunciando hace ya bastante tiempo.
Internet hace que sea casi imposible tropezar con información inesperada, o como prefiero referirme en este artículo, con una sorpresa. No me refiero con esto a toparse en Twitter con una noticia inverosímil como “el médico que canta mientras opera un tumor”, si no la sorpresa gratuita que de forma inesperada cambia nuestra forma de pensar y nos revela una nueva realidad por medio del hacer de una persona, un libro o cualquier circunstancia que llegó a nosotros sin haberla buscado ni esperado, sino como un imprevisto que hemos recibido libremente. Internet dificulta muchísimo este proceso porque a pesar de la infinita información que contiene, generalmente el buscador nos muestra la información que solicitamos masticada y en síntesis. El margen para la sorpresa es minúsculo, y por si fuera poco, los algoritmos de las redes sociales y los buscadores obedecen a nuestros intereses, y solo reflejan información relativa con estos. Así, muchas personas se encierran en su particular “burbuja de la información”, donde solo existe la cara más bonita de su línea política y una visión sistémica y sesgada de la realidad. En cambio, el horizonte donde acampa la sorpresa representa un cambio radical: Aceptar un encuentro espontáneo fuera de esa burbuja y rechazar que un algoritmo controle la información que recibimos.
Es justo decir también que este fenómeno no es nuevo ni exclusivo de internet, sino que existe desde el mismo nacimiento de las ideologías como sistema de pensamiento y programa de acción. Quien dice ser militante de una ideología, sea cual sea -está de más aclarar que la religión no es una ideología, eso lo podemos dejar para otro artículo-, se adhiere a un sistema de pensamiento con parámetros y límites definidos, a una forma de ver el mundo y a una manera de actuar. Las ideologías tienen respuestas y ninguna duda. Validan unos intereses determinados sin ningún tipo de fisura.
Se puede apreciar en cada una de ellas, todas comparten unos rasgos comunes: el progresismo tiene un plan de acción para instaurar su agenda así como unos ideales que sus miembros deciden acatar. Lo mismo ocurrió (y sigue pasando) con el fascismo o el comunismo: los afines a todas estas formas de pensar creen que su mundo de ideas y su plan de acción son la clave para construir una sociedad perfecta, un paraíso en la tierra. Las ideologías viejas y las más nuevas terminan por englobar una concepción universal de las realidades, una respuesta para todo que descansa en una burbuja particular de ideas cerradas al horizonte de la sorpresa. Cada una cree haber dado con la tecla para resolver los problemas de la sociedad. Por esta razón es que todas las ideologías han fracasado continuamente a lo largo de los últimos siglos: aunque muchas se hayan proclamado como defensoras de la libertad, han sido en realidad no menos que una cárcel de pensamiento muy similar a los algoritmos de los buscadores en internet.
Las ideologías no buscan la verdad sino concretar su plan de acción. Y como abogan por un ideal imposible -el paraíso en la tierra-, terminan arruinando a los pueblos en mayor o menor medida. El que cree en la cabida de las ideologías es el verdadero relativista, todo lo contrario a quien renuncia de ellas. Si la verdad se encuentra en alguna parte, no será dentro de un sistema de ideas fundado por el hombre.