Entre normativas y paradojas: La dualidad en la consideración de la naturaleza humana y ambiental
Desde mediados del siglo XX, las sociedades occidentales han experimentado un creciente grado de conciencia en lo que respecta al valor de la naturaleza y la necesidad de su preservación. Durante las últimas décadas los gobiernos han ido implementando medidas para controlar el comportamiento de empresas y ciudadanos con respecto a su incidencia en la naturaleza y en los bienes que esta nos provee. En este contexto, se han promulgado distintas normativas a nivel europeo, nacional y regional que buscan orientar nuestra conducta hacia una más ecológica. Desde los contenedores de residuos con tarjeta que se implementaron en la ciudad de Pamplona, el despliegue de los distintos planes de calidad del aire como el de Madrid Central o la Estrategia Europea del Green Deal que busca convertir a Europa en el primer continente climáticamente neutro para 2050, son medidas que se han convertido en una parte integral de nuestra cotidianidad, siendo aceptadas con normalidad. Tanto es así, que el Gobierno de España tiene bajo la vicepresidencia tercera un ministerio dedicado a la Transición Ecológica.
Sin embargo, esto no solo se ve a nivel estatal y legislativo, sino en el propio día a día de los ciudadanos, quienes con sus acciones buscan identificarse personalmente con la perspectiva ecológica. Consecuentemente, proliferan los puntos de venta de comida ecoamigable, los comercios de productos elaborados a mano con control de su huella de carbono, y empresas textiles que se lanzan a abrazar la bandera de la sostenibilidad.
La conclusión es que el sujeto contemporáneo es mucho más conocedor de la importancia de cuidar y preservar la naturaleza a fin de no despreciarla o destruirla. Nadie puede negar que el objetivo es noble. Ahora bien, esta perspectiva ecológica no se está aplicando al ser humano y a su naturaleza. Existe una evidente contradicción y falta de coherencia en propugnar al mismo tiempo el respeto de la naturaleza en el reino animal, vegetal, climático, terrestre y marítimo del planeta y, al mismo tiempo, propugnar la suspensión de las dimensiones naturales del ser humano con las distintas políticas sociales identitarias. Pues en ellas, se anulan la compresión de la sexualidad y de la corporalidad humana del hombre y de la mujer.
El tema que prevalece en las políticas sociales vigentes de la mayoría de los gobiernos plantea serias incongruencias. La ideología de género, la teoría Queer o el feminismo de las últimas décadas desconocen por completo la conciencia ecológica del hombre y de la mujer , que entiende la naturaleza del ser humano y se ordena a respetarla. No es comprensible que al mismo tiempo que se busca defender la naturaleza y dignidad de nuestro planeta, se planteen ideologías que desprestigian la condición natural del hombre y de la mujer, y la conviertan en objeto moldeable de los deseos personales amparados bajo la legislación de los gobiernos.
En especial para la mujer, dicha suspensión de su realidad biológica natural se hace posible a través del uso de compuestos farmacéuticos. Estos compuestos igualan inconscientemente los ciclos hormonales y la dimensión procreativa de la mujer al estatuto de “efecto secundario”. Es muy llamativo que justamente sea el feminismo el que defienda y promueva el uso de estos fármacos, los cuales anulan los procesos naturales del cuerpo para tratar de asemejarlos a los de los hombres.
Por ello, condenar los excesos del industrialismo, la urbanización y la producción de residuos o las emisiones causadas por el empleo de combustibles fósiles por el ser humano, imponiéndole la obligación de someter sus actuaciones al respeto de la naturaleza, y no condenar al mismo tiempo el abuso sobre la naturaleza corporal de las personas, constituye, cuando menos, una contradicción que merece ser considerada.
Debemos entender la ecología humana como una mentalidad más atenta a evitar la instrumentalización del cuerpo humano y a su consideración como una dimensión integral de quienes somos.
Estas posturas, producto del relativismo y escepticismo de las sociedades posmodernas, no se comprenden salvo que se afirme que la satisfacción de los propios deseos de la voluntad (sin restricción alguna) y el placer son el fin que justifica los medios. Una herencia clara de las conocidas revueltas de Mayo del 68. Pero, en ese caso, habrá que admitir que mientras se promueve el respeto a la naturaleza y a sus propios ciclos y dinámicas, en lo que respecta al ser humano y su sexualidad, se practica un hedonismo que suspende todos esos ciclos y dinámicas para satisfacer su deseo y voluntad de dominio de la naturaleza, propio del transhumanismo alimentado por el desarrollo tecnológico.
Para concluir, si la conciencia y la perspectiva ecológica se ampliasen hasta incluir al ser humano, buena parte de las “conquistas” supuestamente igualitarias deberían ser reevaluadas porque, tal vez, podrían implicar más una manipulación artificiosa de lo humano que una conquista social. Lo coherente sería que las administraciones públicas y los desarrollos tecnocientíficos se pusieran al servicio y cuidado de la naturaleza humana, animal y del planeta. De esta manera se tomaría lo natural como guía y la condición sexuada de cada individuo dejaría de considerarse como imposición y accidente, y pasaría a verse como invitación para la realización plena de la vida del ser humano.