Leones por corderos
En Leones por Corderos (Robert Redford, 2007) se narra desde tres puntos de vista (político, académico y en primera persona) cómo unos jóvenes universitarios, que han luchado por salir de los bajos fondos de una ciudad y posicionarse como candidatos a las universidades más prestigiosas de los Estados Unidos, terminan alistándose en el ejército para luchar por su país en la Guerra de Afganistán. La película cuenta los grandes proyectos que tenían los protagonistas para las ciudades norteamericanas: cambiar las cosas, conseguir una educación de calidad e igualmente alcanzable por personas de toda raza y condición. El objetivo del director es poner de manifiesto, a raíz de ese contexto, cómo terminan dando la vida justos por pecadores, siendo los ciudadanos los primeros y los políticos los segundos.
Después de verla, es difícil no trazar paralelismos con lo que están haciendo las clases dirigentes de nuestro país. donde desde hace unos años se viene cociendo una estética política basada en la imagen. Priman las fotografías, los cánticos y los vídeos promocionales -con banda sonora emocionante de fondo- sobre los argumentos y razonamientos. Por eso, y cada vez con más descaro, parece que los políticos tienen libertad para llevar a cabo cualquier tipo de conducta, ya que después la blanquearán con achaques a los contrarios, imágenes impactantes y reviviendo asuntos ya cerrados. En ocasiones ni siquiera la Ley supone un límite: se lleva hasta el límite, transgrediendo todo espíritu del legislador y, si se pasan, se maquilla y se difunde.
Y, como todo acto, tiene sus consecuencias. Una de ellas es la desconfianza democrática. Esta consiste en un recelo sistemático de las estructuras políticas y sus integrantes. A pocos les escandaliza la corrupción de los partidos políticos o las mentiras de sus representantes, mas la asumen con resignación: “todos lo hacen” o “esto ya no se puede cambiar”. También, la sospecha se acrecienta cuando se recurre a poner en tela de juicio, por ejemplo, la efectividad de la justicia o los votos en las elecciones. Esta huella provocada por el peso del deseo de poder es muy difícil de resarcir.
Por otro lado, con relación a lo anterior, encontramos una falta de lealtad institucional grave. El hecho de que se permita legalmente que un ministro dimita de su cargo y se pueda presentar a unas elecciones regionales, no implica que todo valga. Es un ejemplo de cómo se juega con los límites normativos en interés propio o partidista. En los últimos meses ya son dos los miembros del Ejecutivo que han abandonado su cartera para probar suerte como candidato a la presidencia de una autonomía, dejando sus funciones. Además, ni son los primeros ni serán los últimos, parece ya una práctica normalizada: en el PP Alfonso Alonso en el 2016, Arias Cañete en el 2014, Jaime Matas en el 2003, Mayor Oreja en el 2001, entre otros. En el PSOE, Salvador Illa en el 2021, Montilla y López Aguilar en el 2006, Chaves en el 1990. Como se ha señalado antes, estos son solo ejemplos. Esta falta de lealtad institucional, propia de bandoleros, se pone de manifiesto también en los políticos que saltan de un partido a otro cuando ven que el viento sopla en su contra o pierde todo el soporte que en su día tuvo. Otra muestra de ella la encontramos en el asunto de Pérez de los Cobos. Hace unas semanas se publicaba la sentencia que condenaba al ministro de Interior a reasignar al Guardia Civil en su anterior puesto.
Pero la gota que ha colmado el vaso es avocar a la población a la guerra cultural. Dialéctica que dibuja dos bandos: el de los buenos (los que piensan como yo) y los otros (que no lo hacen). Este fenómeno, sin embargo, ha obtenido el apoyo de parte de la sociedad civil y ha calado en los diferentes estratos sociopolíticos. Hace un par de meses fue tendencia en Twitter el debate sobre si era necesario no tolerar a aquellos que son intolerantes, como presupuesto para la existencia de la democracia.
Este fenómeno tiene un problema de doble raíz. Por un lado, nace de la confusión entre la persona y la idea. Sin embargo, es habitual que la persona, a lo largo de su vida, mediante la formación y el razonamiento propio, module y matice su pensamiento. La idea no es la persona, ni viceversa. Por otro lado, se trata de una contraposición ideológica, el nosotros contra ellos, los buenos contra los malos, luchando por el Bien. Y ello ha creado un clima de crispación y de intolerancia hacia aquellas ideas que no son las mías y, en tanto que pensadas por un sujeto, este sentimiento se expande al pensador que queda infectado. Finalmente, no se trata de una batalla librada por caballeros y señores, sino por campesinos. Mientras tanto, los primeros siguen a lo suyo, independientes de las quemas y persecuciones.
Todo ello se ve reflejado, por ejemplo, con los catalanes. Tanto dentro como fuera de Cataluña se hace la misma pregunta al catalán: ¿eres de los buenos o de los malos? Para más inri, no puedes ser bueno en ambos lados. Y con la conducta de nuestros dirigentes el asunto no mejora. Tampoco es habitual encontrar un medio de comunicación que denuncie esta constante falta de honestidad en la política desde un punto de vista independiente, sin buscar beneficios políticos o el clickbait, mas se benefician de la foto de Abascal mirando mal a Pedro Sánchez o Junqueras, o de Iglesias con el puño en alto en el último mitin de Podemos.
Para terminar, esta ausencia de nobleza en la política, como la denominaba David Cerdá la semana pasada en una columna, no repercute negativamente en quienes la ejercen, sino quienes la padecen. ¿Por qué no se denuncia, más allá de por señalar al otro? ¿Por qué no somos capaces de enervar un espíritu de disconformidad? Parte de razón tiene Redford en Leones por corderos, aunque para que ello ocurra no bastan leyes y poderes, sino amedrentar el espíritu de los primeros, y mermarlos.