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Libertad vs salud pública

Uno de los temas que ha puesto sobre la mesa la declaración del Estado de Alarma ha sido uno que permanecía en segundo plano o, directamente, enterrado: la relación entre libertad y salud pública. Por ello, ahora que el debate ha centrado repentinamente todas las miradas conviene una reflexión que se remonte a los orígenes, que no son otros que las distinciones clásicas entre libertad y bien común. ¿Es exigible una renuncia de libertades en aras de un bien común como la salud pública? ¿Es una renuncia, además de una exigencia, o por el contrario es un deber inherente que tenemos como sociedad?

Arrojar luz sobre estas cuestiones exige pensar sobre el verdadero sentido de la libertad de la persona, pues ello repercute inevitablemente en cómo se debe afrontar un choque de derechos como los que pueden ser la libertad y salud de todos los ciudadanos.

En la Edad Media, por ejemplo, la libertad consistía en la capacidad del ser humano para dar un sentido a sus acciones al ocupar el puesto que le correspondía en la vida y dentro del tejido social; lo que implicaba que para el hombre medieval era inconcebible vivir aislado, en tanto que las exigencias de la sociedad no eran un inconveniente para su independencia, sino algo inseparable de su integración en el orden estamental.

Sin embargo, hoy día prevalece una actitud más individualista que lleva al hombre a creerse más libre en la medida en que depende menos de su entorno y los demás. Es esta una concepción errónea, además de egoísta, ya que supone una concepción de la sociedad como un mal que se debe tolerar -en radical oposición a la idea de animal social y esencialmente político que planteó Aristóteles- de la forma menos onerosa posible.

En consecuencia, la libertad como cualidad inmanente del hombre por la que este dispone de un saber común espontáneo que le indica cuándo obra libremente o cuándo no actúa bien -fundamentos de una moral social y objetiva- tiende hoy a sucumbir en una sociología de postulados subjetivistas, basados en un egoísmo ajeno, en su propia naturaleza, a la intrínseca dinámica del conocer y querer humano. Y son precisamente estas dinámicas las que nos diferencian de los animales, ya que en la apertura a toda realidad no instintiva puede aprehender y valorar diferentes bienes, haciéndolo voluntariamente y de conformidad con su libre albedrío. Todo ello confiere a la libertad humana la dimensión moral, y conlleva la capacidad y el deber de usarla de forma adecuada para que, a través de ella, se autorrealice hasta su fin último: la felicidad por el conocimiento de la Verdad que nos hace libres. Y, al mismo tiempo, subordina esa libertad, que deja de ser un valor absoluto y aislado, a la perfección personal: uno es bueno en la medida en que hace el bien y opta por él.

¿Y cómo queda todo esto aplicado a la dimensión política? Pues en que la verdadera libertad del ciudadano implica entonces actuar bien, en relación con uno mismo y con los demás miembros de la comunidad, lo que exige una promoción de la libertad en el ámbito público. Y es así porque el bien común comprende el conjunto de condiciones de la vida social que permite a sus miembros encontrar en él los medios necesarios para alcanzar su pleno perfeccionamiento como personas, y que fuera de la vida social les sería imposible conseguir ya que lo que configura el bien común, en esencia, es la necesaria perfección del ser humano.

Así las cosas, dicho conjunto de condiciones es también dinámico, ya que no solo presta los medios, sino que constituye un incentivo para el desarrollo de la libertad y responsabilidad personal de todos los hombres que forman parte del todo, haciendo así posible la utilización de todos los medios que hallamos en la vida en sociedad para el desarrollo personal de cada miembro del grupo.

Por ello, cabe preguntarse si el uso excepcional del Estado para restringir libertades en este contexto concreto, donde claramente la salud pública, y por tanto el bien común, pueden ser dañados, es realmente una “renuncia a la libertad”.