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Hombres de estado en tiempos de crisis

En 1793 se desató una epidemia de fiebre amarilla en la ciudad de Filadelfia. Por aquel entonces, la capital de los Estados Unidos y, además, sede un Gobierno dirigido por George Washington. La medida adoptada por el Ejecutivo fue la siguiente: todo el Gobierno se marchó de la ciudad hasta que la catástrofe hubiera pasado. La epidemia mató a unas 5000 personas en la ciudad; una de cada diez personas de la población total murió.

Ese análisis es obra del historiador americano Allen Guelzo, profesor e investigador en la Universidad de Princeton. Guelzo establece una distinción entre los hombres de Estado y la figura de un gran líder por la que, según él, un hombre de Estado desborda la realidad del liderazgo y constituye un hito diferente: “Statesmanship is morally excellent leadership at the politic level”.

Pero si bien la clasificación de hombre de Estado implica una cierta excelencia, lo cierto es que no todos los hombres de Estado fueron líderes muy eficaces. El ejemplo que trae a colación el profesor Guelzo es el de James Madison, padre del ordenamiento constitucional estadounidense. Como padre fundador es considerado, sin duda, como hombre de Estado pero, a su vez, su gobierno fue poco eficaz y muy discreto, no pudiendo ser categorizado como gran líder.

En el contexto actual surge una duda: históricamente, ¿cuál ha sido la actuación de los hombres de Estado en tiempos de pandemia? La conclusión del profesor es que no ha habido hombres de Estado, a nivel estatal estadounidense, capaces de gestionar una crisis sanitaria. Washington huyó de Filadelfia en 1793, Andrew Jackson (presidente por aquel entonces y héroe de la batalla de Nueva Orleans) se negó a decretar un día de luto nacional por los muertos del cólera en 1832, y Wilson, presidente durante la gripe española, no hizo una sola mención sobre la enfermedad y sus muertos (unos 600.000 en Estados Unidos) durante todo su mandato.

Sin embargo, donde surgen los hombres de Estado en las grandes crisis sanitarias estadounidenses es de las entrañas de la política local. Un ejemplo fue la actuación del alcalde de Filadelfia durante la fiebre amarilla: Mateo Clarkson. Ante el desentendimiento de G. Washington, este coordinó de forma eficiente la ciudad y organizó un hospital para combatir la fiebre amarilla en Bush Hill. Ante la falta de respuesta de los políticos estatales las grandes crisis sanitarias estadounidenses han sido capitaneadas por el nivel local.

El punto de reflexión que me gustaría lanzar con esto es la necesidad de confiar en el nivel local. Es evidente que el nivel local es siempre el más cercano a la ciudadanía y a las realidades sociales. La “localidad” es aquella donde se cuentan a cada uno de los muertos por la pandemia, el nivel en el que se sufre cada pérdida de un sanitario. Por ello, parece que hayamos aprendido nada de todas las batallas anteriores frente a las pandemias.

A día de hoy, se ha defendido una centralización que, si bien tiene aspectos positivos, no parece la solución más óptima. Una de las principales razones por las que se exige la centralización es por la creación de un registro de datos fiable y centralizado. Pero lo cierto es que, a día de hoy, hay suficientes medidas de interconectividad (startups que interconectan hospitales, médicos que hablan por redes sociales…) como para que podamos alcanzar unos datos suficientemente fiables acerca de la pandemia sin necesidad de privar de competencias a la autoridad local.

Por ello, las medidas adoptadas hasta la fecha deberían haber pretendido la creación de una verdadera red en la que el Estado, como coordinador, adquiriese y facilitase esa tarea realizada por cada uno de los centros sanitarios, municipios o diputaciones. Al fin y al cabo, no hay que olvidar que la lucha frente a la pandemia es una lucha casa por casa. Cada municipio conoce a la perfección la realidad de su terreno y, si bien solos no pueden hacer frente a algo de tales magnitudes, a través de un sistema de coordinación estatal su respuesta hubiese podido ser más eficaz. Los hombres de Estado de nuestra época deberían ser cada alcalde, cada sanitario o cada gestor de un centro hospitalario. No debemos confundirlos y sí buscar la forma de facilitarles el trabajo sin obstáculos externos ineficaces.