Fratelli tutti, non alcuni fratelli
La última encíclica del Papa, Frattelli Tutti, ha causado el efecto esperable en un público impaciente, que abuchea mucho y mira poco. El Papa es rojo, lo pintes por donde lo pintes. Si defiende a los pobres, rojo. Si defiende la igualdad entre hermanos —ojo, no entre clases—, rojo. ¿Qué es eso de la caridad empresarial? Rojo. Si critica el aumento de la violencia, del abandono y la desidia, bueno, ahí tiene razón. ¡Ah, no, espera!, que dice que es por causa del individualismo. Rojo. A Francisco le acompaña la peor arma política: la sombra del encasillar y etiquetar. Y mientras tanto, unos están satisfechos porque creen que su pensamiento coincide —más exacto, se camufla— entre las palabras de Francisco. Los otros, refunfuñan, acusándole de ignorante y buenista, como si el colofón de la fiesta fuera confirmar lo que todos los invitados sospechaban: «Argentino tenía que ser».
A un lado de la bancada, los liberales católicos, que cuentan —aún no sé por qué— con una especie de aureola protectora a la crítica. Si los cuestionas, directamente retrocedes a la casilla del socialismo, como si el hecho de exponer las deficiencias de la teoría liberal delatara el plumero. Recelar de sus ideas supone de facto tacharte de rojo. Miopía y pereza intelectual. Pinten y cataloguen entonces, por mencionar a uno, a Michael J. Sandel, profesor de Harvard, republicano y gran crítico del liberalismo, que consiguió en su asignatura el mayor número de matriculados en la historia de la universidad. El mundo es más complejo que una línea que dibujan y separan a liberales y socialistas.
Los liberales tienen un mantra en el que esconden su ligereza discursiva: «Usted no tiene ni idea. Ningún sistema económico nos ha llevado a los niveles de prosperidad y estabilidad que disfrutamos en la actualidad». Y hasta ahí el programa de hoy. Como diría el gran periodista de la CBS, Edward R. Murrow, «buenas noches y buena suerte». El problema es que los liberales no entienden que el capitalismo no sólo predica una teoría económica, sino una forma de comprender quiénes somos y cómo nos relacionamos en sociedad; una teoría que entraña una antropología. Y es ahí donde Bergoglio, el argentino, comienza a deshilar.
Sí, la antropología católica disiente de la antropología capitalista. No son incompatibles, pero es evidente que existe una tensión. Quien no quiera verlo es por dejadez, y quien busque ampliar su mirada que abra las páginas de la Teoría de los sentimientos morales de Adam Smith. El filósofo inglés afirma que el hombre es egoísta por naturaleza, movido por su propio interés. Los otros no son una obligación moral, sino legal. Hacer el bien no forma parte de lo justo, luego el omitirlo no es una injusticia moralmente hablando. Hacer lo bueno me es conveniente, favorable a mis intereses, pero nunca es un deber. Yo no debo nada a nadie.
Los liberales como Smith o Hayek afirman que en el fondo el self-interest beneficia indirectamente a la sociedad, favorece el interés general. Bien, pero el interés general no es el bien común del que habla Aristóteles y Santo Tomás de Aquino. Y cuando Smith utiliza el concepto de bien común lo hace en un sentido muy diferente: no es el bien de la comunidad sino el equilibrio entre las propiedades privadas de los individuos.
Para Smith el Estado se constituye para garantizar los intereses particulares. Por eso, «el simple amor no es suficiente hasta que no apela de algún modo a su egoísmo […] El hombre no da nada gratis». Nada de esto está en la antropología católica y menos aún en el Evangelio. En la teoría clásica, la caridad y el amor desinteresado son una constante fundamental en el proceso económico.
A menudo se ensalza la figura de Juan Pablo II como gran defensor del sistema capitalista, víctima de las miserias de los totalitarismos. Pero no podemos olvidar que el propio Wojtyla era muy consciente de los límites y deficiencias del liberalismo, y del riesgo que entrañaba el apego a las cosas materiales. ¡Qué peligro corre el encasillamiento apresurado!
La antropología capitalista también tropieza con la institución familiar. Hasta Adam Smith reconoce que el liberalismo disgrega e individualiza a la familia. El hombre es en primera instancia un ser comercial, no familiar: «Al no tener motivos para permanecer juntos, se separan y dispersan naturalmente, según lo sugiera el interés o las inclinaciones. Pronto dejaran de ser importantes unos para otros, y en pocas generaciones no sólo pierden toda preocupación mutua, sino toda memoria de su origen común y de la conexión que se entabló entre sus antepasados».
Samuel Gregg, Research Director en Acton Institute, escribió recientemente un artículo cuestionando las ideas de Bergoglio. El Papa afirma que «el mercado solo no resuelve todo» y Gregg se pregunta: «¿Who are these “neoliberals” who believe that markets can solve every problem? […] Some of the world`s most prominent market liberals have been arguing for decades that markets requires all sorts of decidedly non-commercial moral habits and institutional and cultural prerequisites». ¡Pues claro que sí!, pero el problema es que la antropología capitalista es insuficiente para colmar esas aspiraciones. Si la ayuda a los demás no es una obligación, tal como señala Smith, no hay necesidad, por mucho que se insista en ello, de crear instituciones que conserven unos valores determinados. Además, surge un nuevo problema: ¿qué valores debemos defender?
Al otro lado de la bancada, los socialistas y comunistas, que se creen que la crítica de Francisco a la desigualdad se asemeja a la crítica marxista, regocijándose con cierto aire evangelizador. La misma barbaridad que considerar a Platón o a Jesucristo padres del comunismo. El papa no está hablando de la igualdad ante el Estado, sino de la igualdad como hijos de Dios; no se trata de un igualdad de clases, sino de la igualdad que la ley natural —la de santo Tomás de Aquino— prescribe. ¡No confundamos caridad con uniformidad! No tienen nada que ver. El papa nos habla de una realidad espiritual, que llega a su plenitud en la otra vida; el marxismo, de una material, que tiene la esperanza —la fe que ellos mismos critican— de transformar esta vida en el Edén.
Más allá de los debates políticos, la encíclica del papa no puede reducirse a un panfleto ideológico. Francisco está en otra onda. Cuando habla del peligro de levantar muros, se refiere a los muros del corazón, al aislamiento o a la apertura de nuestro interior. No hay que olvidar que Fratelli Tutti, más que un discurso político, es un alegato religioso. Una lectura apresurada que no es consciente de esta dimensión deformará su sentido original. Bergoglio no nos habla del mundo de afuera, sino del que tenemos dentro.