ARETE

View Original

Patrocinado por Black Lives Matter

‘Black Lives Matter’ se ha introducido en la industria del espectáculo que es la National Basketball Association (NBA) como un patrocinador más, hasta el punto de compartir espacio en los parqués del Wide World of Sports Complex de Disney World con otras marcas. Las canchas del campeonato de baloncesto estadounidense, el más importante del mundo, han sido siempre la meca para la mayoría de firmas relacionadas con el deporte —con permiso de la Super Bowl—. Una batalla por la visibilidad en la que el logo de Black Lives Matter, en fuente Arial Black y tamaño gigante, se ha alzado como ganador indiscutible.

Todo estalló después de que un policía blanco disparase a Jacob Blake, un hombre negro que, tras haber cometido presuntamente un crimen, se negó a obedecer una orden de alto dada a punta de pistola. Este suceso se sumaba a otro hecho controvertido: el fallecimiento de George Floyd, también negro y también muerto a manos de un policía, apenas unas semanas antes. Entonces, la Asociación de Jugadores de la NBA se negó a seguir normalmente con la competición, bajo el pretexto de que ello significaría participar de la normalización de episodios como los mencionados. La postura adoptada por los jugadores reabría un largo debate: ¿Es conveniente politizar el deporte?

A su llegada a la bautizada como ‘Burbuja de Orlando’, el escolta James Harden, de los Houston Rockets, se vio envuelto en una polémica —fugaz, eso sí— suscitada por este tuit. En la fotografía que acompaña al mensaje —«Mask Up»—, se puede ver a Harden portando un pañuelo o mascarilla con un estampado de The Punisher, la icónica saga de cómics de Marvel. El dibujo está atravesado por una bandera de los Estados Unidos en blanco y negro con una sola línea de color azul. Se trata de una referencia al movimiento social Thin Blue Line, una reivindicación de la labor de los cuerpos de policía, los cuales son esa delgada línea azul —por el color del uniforme— que se interpone entre los criminales y el resto de la ciudadanía. Toma su simbología de ‘la delgada línea roja’ con la que se representó al regimiento de infantería británico que se enfrentó valerosamente a la caballería rusa en la Batalla de Balaclava, en 1854.

Aunque encontramos un antecedente histórico en el poema homónimo de Nels Dickmann Anderson de 1911, el lema «thin blue line» comenzó a ganar popularidad en el último tercio del siglo XX; especialmente, a raíz del estreno en 1988 de un documental con ese título. En 2014, la bandera con la línea azul fue adoptada por los grupos de activistas pertenecientes al movimiento Blue Lives Matter, reflejo especular del Black Lives Matter cuya demanda principal es la tipificación de los asesinatos de policías como delitos de odio.

A raíz de la fotografía antes mentada, Harden fue acusado de dar visibilidad e incluso de apoyar activamente el movimiento en favor de la policía estadounidense. En su defensa, el jugador esgrimió el argumento de que no conocía las implicaciones de ese tipo de simbología. Su intención, dijo él, no fue nunca hacer una declaración política. Apenas semanas más tarde, el mismo Harden abrazaba sin mayores problemas otra declaración política, la de Black Lives Matter, al decidir portar mensajes reivindicativos en su espalda durante los partidos. Este episodio abre la puerta a otra pregunta, que se suma a la anterior: si convenimos en que se pueden politizar la cultura y el deporte, lo que no está claro, ¿quién decide a qué mensajes debe dárseles la oportunidad de beneficiarse del enorme altavoz que estos confieren, y bajo qué criterios?

Charles Barkley, ex jugador de raza negra de la NBA, miembro del Hall of Fame y actual comentarista deportivo, sostuvo en un programa de televisión una opinión poco compartida por sus compañeros: al politizar el deporte que practican, los jugadores hurtan a los espectadores —quienes, conviene recordarlo, sostienen en parte la industria— la oportunidad de evadirse de una realidad que, más allá del deporte, ya está politizada en exceso. La NBA, dice Barkley, es un producto de entretenimiento, y no debe dejar de serlo para convertirse en un foro más de discusión política.

Hace pocas semanas, aprovechando el tirón de The Last Dance, el documental de Netflix sobre la trayectoria de Michael Jordan, Haymarket Books publicó Long Shot: The Triumphs and Struggle of an NBA Freedom Fighter. Lo firma Craig Hodges, también ex jugador, compañero de Jordan en los Chicago Bulls. Hodges, cuyo testimonio no fue tenido en cuenta para la construcción del relato en el documental, critica en el libro el hecho de que Jordan nunca quisiera pronunciarse políticamente. El mítico escolta de los Bulls se defendía en la entrevista concedida para el documental: «Nunca me vi como un activista, sino como jugador de baloncesto. Cuando jugaba, no era político. Me centraba en mi obra».

La politización del deporte tiene una larga literatura: Mandela, el apartheid y el Mundial de Rugby de Sudáfrica de 1995; Jesse Owens, el nazismo y los Juegos Olímpicos de Berlín del 36; las finales de la Copa del Rey de España y los nacionalismos catalán y vasco; y un largo etcétera. En algunos casos, como los dos primeros, la reivindicación en cuestión gozó de amplia aceptación; en otros, como el último, la politización es rechazada por el público afuera del colectivo que la promueve. Es peligroso que se determine desde las instituciones de manera arbitraria qué mensajes justifican que el deporte trascienda los límites del entretenimiento y se adentre en la política.