ARETE

View Original

Los adoradores de Baal

Cierta persona andaba hace unos días por espacio abierto y sin compañía humana, con la quirúrgica en la barbilla -pecado estético: kakosijé- y fumándose tan pancho un cigarro. A diez o doce metros, una conocida que parloteaba con una amiga le llamó por su nombre y le dijo con acento gaditano y reprobatorio: “Hombre, por favor, la mascarilla”. A lo que él respondió, por no ser grosero, que no creía en esas cosas. Intervino entonces la tercera en la conversación para seguir amargando al susodicho: “Es que no se trata de creer -dijo- sino de obedecer”. El hombre ya no dijo nada, pero yo pensé: “Coño, como en el ISIS”.

Lo del covid se ha convertido en una especie de religión. Tiene su credo, sus pontífices, sus bulas, su pueblo fiel y hasta sus ovejas descarriadas. Como toda religión, tiene aledaña su propia moral, y con ella una antropología completa que incluye por fuerza mayor un bien supremo. Y ese bien supremo es la salud.

Una risible muestra de esta fe es el manifiesto En la salud ustedes mandan, pero no saben, que acumula ya 27.000 firmas en change.org. Este texto, que avalan 55 sociedades científicas españolas, constata por una parte la obviedad de que los políticos saben de política, pero no de ciencia, y exige por otro lado que los que deben mandar en la ciencia son los científicos. ¡Acabáramos! Si los políticos tuvieran que ser expertos en educación, urbanismo, economía, relaciones internacionales, defensa o infraestructuras lo que tendríamos sería un hatajo de técnicos sin relación entre sí. El político, evidentemente, necesita un conocimiento práctico; una praxis, no una theorein. Pero lo que aquí conviene señalar es que los especialistas en salud, en su calidad de científicos, son víctimas de una cosmogonía, por otra parte errada, en la que la Ciencia es un espacio separado y superior del saber, objetivo, intachable, inmaculado y rector de los demás saberes. Es decir, que ocupa el lugar que dio Aristóteles a la Metafísica, y más en concreto a la Teología.

Pensemos un momento en el Estagirita. En su disección de las ciencias, el discípulo de Platón concluyó que la primera (entonces aún se definía ciencia como conocimiento por causas), la madre de todas, tenía que ser aquella que más abarcara: la ciencia del ser. Y de entre las distintas aproximaciones al ser, la más noble y la mayor de todas había de ser la del ser supremo, la ciencia de Dios.

Me producen una simpática ternura los cientificistas y sus hijos bastardos, los aduladores de la salud, que se creen poseedores de la verdad objetiva, total e indiscutible, cuando su aproximación a la realidad es tan parcial como cualquier otra. Con el agravante, claro, de que yo sé que mi mirada sobre el mundo es parcial, y ellos creen que le arrebataron el fuego a Prometeo.

Esta España de incrédulos notarios de la muerte de Dios se ha fabricado muy científicamente un ídolo que ni siquiera es de oro y plata: la Salud. He ahí el bien supremo de esta nueva teología que han abrazado con ahínco tantos y tantos en el globo terráqueo. Lo hemos visto en esa gente que ha muerto sola en los hospitales de Madrid porque los médicos no dejaron entrar a sus familiares. (Madrid, escribió en su día Dámaso Alonso, es una ciudad de más de un millón de cadáveres). Lo hemos visto en esos países que prohíben reencontrarse a parejas de distintas regiones o de otras naciones, no sea que se contagien. Lo hemos visto en los funerales que celebramos a puerta cerrada. Lo hemos visto en las universidades que han privado a sus estudiantes de lo más valioso que tienen, la mutua compañía (y no lo digo yo, lo dice la cabeza brillante de John Henry Newman), y la han sustituido por pantallas de plástico, cobalto y litio. Lo hemos visto en los parques precintados, en las residencias valladas, en los paritorios donde madres primerizas dan a luz con mascarilla.

Un siquiatra me contó la semana pasada que se sorprendió al leer un artículo que comparaba la reacción sicológica de los londinenses ante la segunda ola del covid y ante los bombardeos de 1944. En ambos casos, por supuesto, los humanos necesitaron un motivo (¿recuerdan ustedes la tesis de Victor Frankl?). Pero entonces había que ganar la guerra a los nazis y hoy había que proteger la Salud. Juzguen ustedes mismos.

Una de las trampas del relativismo y la antropología fluida es la convicción de que el hombre se autorrealiza, de que sus aspiraciones y deseos, y con ellos su escala de bienes, son autoimpuestos. El sentido común rechaza stacatto la idea de que una vida consagrada, qué sé yo, a violar niños, puede ser tan feliz como la que se entrega a la promoción de los derechos de los homosexuales en Arabia Saudí. Pero la razón contemporánea, privada de conceptos como los de naturaleza humana o bien absoluto, no tiene herramientas para rechazar teóricamente esa tesis y al final hacen falta carambolas copernicanas para explicar algo evidente. El camino más corto entre dos puntos es la línea recta.

Pero la naturaleza humana, esa que dicen que no existe, es obstinada, y si le quitan a Dios se fabrica sus ídolos. Necesitamos arrodillarnos ante algo, y nuestra generación se ha forjado el ídolo de la Salud.

Y aun así hay un rugido íntimo que se revela. Los curas nos dijeron que viésemos la misa por la tele; los sexólogos, que practicásemos el sexting; los italianos, que tutto andrà bene. Ellos, los sectarios de la salud, adoradores de Baal, han puesto a su diosecillo encima de todas las cosas, y algunos nos hemos cansado de pasar por el aro.

Si mi abuelo se está muriendo no habrá médico ni segurata de Eulen que me impida abrazarle; si mi mujer se pone de parto, el responsable de prevención de riesgos se tapará la boca con la FFP2, y el próximo que me ofrezca un curso online y me lo quiera vender como la panacea del multitasking me encontrará en el bar tomando una cerveza con la cuadrilla.

La salud es un bien, eso no cabe discutirlo. Pero uno más en una escala de bienes. Y si para conservarla renunciamos a la relación con nuestros semejantes tendremos, como dice el viejo chiste, una vida jodidamente larga. Quizá es un cliché cerrar un texto con una cita de Luther King, ustedes me perdonen, pero no me queda más remedio. Lo dijo en junio del 63, antes del famoso sueño: “Si un hombre no ha descubierto algo por lo que morir, no es apto para vivir”. Vayan sacando la calculadora.