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Historia y memoria

Durante la carrera, un profesor nos dijo una vez: “Es un error juzgar la Historia desde las categorías del presente, pues la Historia sólo puede ser estudiada en su contexto. De lo contrario, se puede caer en el error de hacer una atribución indebida; y, en consecuencia, crear un relato falaz”. Recordaba estas palabras mientras escuchaba a la vicepresidenta primera, Carmen Calvo, en la presentación del anteproyecto para la nueva Ley de Memoria Democrática.

Este nuevo cuerpo normativo, que avanza por la senda que ya abriese en 2007 la Ley de Memoria Histórica aprobada por el Gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero, incluye una condena expresa del golpe de Estado militar de 1936 y la dictadura franquista.

"La democracia española no se podía permitir un solo día más sin tener sobre la mesa del debate político parlamentario una ley como esta”, sostuvo la ministra Calvo. Su objetivo, según dijo, es el esclarecimiento de la verdad y la dignificación de las víctimas de la Guerra Civil de 1936-39. A este respecto, cabe plantear dos cuestiones importantes: ¿Qué verdad?, ¿cuáles víctimas?

Como sostiene un buen número de historiadores (el último ha sido el experto hispanista Stanley G. Payne, en su libro El camino al 18 de julio), miembros de uno y otro bando participaron en el progresivo desprestigio y corrosión de la democracia española durante la II República. Así, el intento de golpe de Estado y la Guerra Civil ulterior fueron, de acuerdo con Payne, la culminación de unos años de tensiones e inestabilidad política y social.

Si se conviniese en la necesidad de abrir un juicio sumarísimo a la Historia (lo que requeriría un debate en profundidad), fijando los límites del relato que desde las instituciones se presenta como verdad histórica, categorizando a unos y otros como buenos y malos, y estableciendo una visión particular del pasado como la única democrática, sería obligatorio que, en aras de la honestidad, dicho juicio se extendiera a todos los que en algún momento supusieron un peligro para el llamado orden constitucional de la II República. El problema que muchos tienen con este tipo de leyes, el motivo por el cual estas normas son vistas por algunos como un arma política, es el hecho de que, en su ánimo de revisar la Historia, nunca van más allá del año 1936. Dejan fuera del relato, por tanto, acontecimientos como el intento anterior de golpe de Estado de 1934, encabezado por los socialistas; y la sobradamente documentada radicalización del PSOE de la época, personificada en la figura de uno de sus principales dirigentes: Francisco Largo Caballero; y denunciada por otro cabecilla del partido en aquellos años: Julián Besteiro.

Uno de los puntos más ambiguos de este anteproyecto de ley es el referente a la anulación de las sentencias del franquismo: parece tener un carácter estrictamente simbólico. Sin duda, muchas familias de represaliados del franquismo encontrarán en esta medida un largamente esperado acto de reparación de situaciones injustas. Sin embargo, la voluntad de reparación de esta ley se detiene ahí, porque parece que el Gobierno cierra la vía a que estas mismas familias presenten cualquier tipo de reclamación al Estado por responsabilidades patrimoniales procedentes de dichas sentencias. Además, abre la puerta a una gran inseguridad jurídica derivada de la posible reclamación de la misma nulidad e ilegitimidad de sentencias por parte de aquellas personas enjuiciadas durante el franquismo por juzgados penales comunes, civiles o contenciosos.

Un país que mira hacia adelante, como lo fue la España de 1978, debe tratar de encontrar en todos sus políticos, independientemente de las siglas, una mirada honesta, educada y culta a la Historia; la voluntad de aprender de ella, con el fin de no cometer los mismos errores del pasado; y la honestidad intelectual para reconocer aquello que se hizo mal. Como se ha dicho en más de una ocasión, un país que no conoce su historia está condenado a repetirla. ¿Puede ser una ‘memoria democrática’ la que, impulsada por un Gobierno concreto, pretende estigmatizar las memorias de una parte de la ciudadanía? ¿El momento actual, con el coronavirus y la inminente llegada de una crisis económica, se presta a que la ciudadanía y su clase política mantengan ese honesto debate intelectual? ¿Es prioritario?