El rebaño excelente
"Lo que Wall Street averiguó es que las universidades están produciendo un gran número de graduados inteligentísimos y completamente desnortados. Chicos con una gran potencia mental, una ética de trabajo impecable que no tienen ni idea de qué hacer tras acabar la carrera” Ezra Klein.
Podemos leer esta frase en la obra de William Deresiewicz, El rebaño excelente: cómo superar las carencias de la educación universitaria de élite (Rialp), que trata un problema del que se dio cuenta durante su carrera como profesor en la Ivy League, en Yale y Columbia. Este proyecto surge de un artículo que publicó en X, sobre las batallas que debían librar los estudiantes de las mejores universidades norteamericanas, y al que respondieron alumnos de élite de todo el país –e incluso de países extranjeros- contando su experiencia.
El problema que denuncia el profesor es que estos estudiantes se ven sometidos a condiciones extremas, principalmente por la deriva que toman los procesos de selección en las universidades de prestigio: la carrera curricular. Cada vez se torna más exigente el entrar en alguno de estos centros. Por ello, el joven estudiante, al entrar en el instituto, comienza a prepararse para poder entrar en una universidad de élite: actividades extracurriculares, deportes, idiomas, instrumentos musicales, cursos SAT (una prueba estándar para entrar en las universidades estadounidenses), etc. Ya no se trata, dice Deresiewicz, de cultivar un buen currículo, sino de hacer más actividades extracurriculares que el resto, no se trata de disfrutar tocando un instrumento de música, sino de tocar más instrumentos que otros candidatos. No se olvida, por supuesto, del expediente académico, que tiene que ser excelente: cuantas más matrículas, más opciones. Como consecuencia, ninguna de estas actividades se realiza por pasión, por amor a lo que se hace, el motivo es, simplemente, competencia salvaje: o eres el mejor o no vales. Para ser “alguien” en este proceso necesitas dedicar más tiempo que el resto, de manera que su juventud, ya desde el instituto y durante los universitarios tiene un único fin: ganar la carrera. Los alumnos viven por y para ello. De este modo, afirma el norteamericano, es habitual encontrarse a estudiantes sumidos en depresión y ansiedad. Pero, ¿por qué ir a una universidad de la Ivy League? El autor nos dice que se debe a la influencia de los padres: o bien como reflejo mejorados de los padres, para que alcancen los hijos lo que ellos no pudieron, o bien, para seguir sus pasos.
Con nostalgia, el autor recuerda a aquellos estudiantes “frikis” que se dedicaban a programar o a escribir poesía por las noches, aquellos que realmente disfrutan con lo que hacen. Este modo de obrar, pues, queda desbancado. Cuenta que se le acercó al despacho un día un alumno, inquieto porque quería saber más de las asignaturas que estaba cursando, pero que carecía de tiempo para profundizar. A ello respondió el profesor proponiéndole no sacar dos o tres sobresalientes en otras asignaturas con tal de poder ampliar otras; sin embargo, “eso es imposible” fue su respuesta.
A pesar de ser un libro basado en la tribu de estudiantes de las élites universitarias de EE.UU., este tipo de mentalidad no nos resulta ajeno. Poco cuesta ver hoy cómo los universitarios acumulan idiomas, actividades extracurriculares, voluntariados y prácticas en despachos de abogados o consultoras, antes siquiera de obtener el diploma universitario. Sin embargo, aún quedan grupos de estudiantes cuyo fin no es otro que el saber y el cultivo personal. Apasionados que se dedican los viernes por las tardes a hablar de economía, política o filosofía, o que se reúnen únicamente para comentar grandes obras literarias, o, incluso, chavales que entran en el club de teatro o de debate con tal de perder la vergüenza y hacer amigos.
Esta forma de vivir, esta actitud –que escasea- se basa en acudir a la llamada que tiene el ser humano hacia la verdad y lo bello. Y cuando nos acercamos a esta vida de pasión no todo vale. Vale lo bueno, lo verdadero, lo bello: se reestablecen las reglas del juego y se respetan. Esta actitud te permite ser libre, ya no aprendemos un idioma, un deporte, a tocar un instrumento o hablar en público por el valor añadido que pueda reportarnos, sino que lo hacemos porque queremos, siguiendo el refranero español: “por amor al arte”.