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De oca en oca

Antes de la declaración del Estado de Alarma, el Gobierno anunció su interés en la reforma de instituciones de gran trascendencia democrática: el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), el Tribunal Constitucional, el Defensor del Pueblo, el Consejo Directivo de RTVE y la presidencia de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia. Con la llegada del COVID-19 y la falta de acuerdos, la renovación de dichos organismos quedó bloqueada y relegada de la primera plana. Hasta la semana pasada, cuando un nuevo desacuerdo en la Baja Cámara volvía a poner de manifiesto el interés político en renovar el CGPJ: una institución tan importante como estandarte de una democracia de calidad así como desconocida por la opinión pública.

El Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) es el órgano administrativo supremo del Poder Judicial, que es un poder constitucional. En nuestra Constitución, así como en sus hermanas europeas, se reconoce la separación de poderes: legislativo, ejecutivo y judicial. Esta separación de poderes es la base fundamental del Estado de Derecho, que es la fórmula política que permite las libertades del ciudadano y la igualdad de todos ante la Justicia.

Al ser el órgano que administra el Poder Judicial, de él dependen ascensos, sanciones, nombramientos, etc. De entre sus labores la más importante es la de seleccionar (o proponer, estrictamente es el Rey quien nombra) a los altos cargos judiciales de nuestro país: a los miembros del Tribunal Supremo y sus diferentes salas, al presidente de la Audiencia Nacional, a dos de los doce miembros del Tribunal Constitucional, a los presidentes de los Tribunales Superiores de Justicia (Comunidades Autónomas) y, finalmente, a los presidentes de las Audiencias Provinciales (Provincias). Un gran poder, una gran responsabilidad. En la Constitución del 78 se detalla el nombramiento de dicho órgano: 12 vocales, entre jueces y magistrados y 8 a propuesta del Congreso y el Senado, todos ellos, los 20, “de reconocida competencia y con más de quince años de ejercicio en su profesión”, debiendo desarrollarse mediante Ley orgánica (LO). Dicha Ley orgánica vio la luz en 1980 y, así como hizo la Constitución, otorgó a los jueces y magistrados la propuesta de 12 de los vocales del Consejo. Sin embargo, su vida fue breve: en 1985 fue derogada por la Ley orgánica del Poder Judicial, que introducía modificaciones en el régimen de elección de los miembros del CGPJ: 10 vocales a propuesta del Congreso y otros 10 a propuesta del Senado, causando el revuelo correspondiente.

D. José María Ruiz Gallardón, padre del exministro de Justicia, diputado en las Cortes por aquel entonces con Coalición Popular, presentó un recurso contra la ley del 85, ante el Tribunal Constitucional, al considerar, principalmente, que el nombramiento dispuesto por el texto legal iba contra la Constitución. En su sentencia, los magistrados entendieron que no procedía el recurso interpuesto, dado que el nombramiento por parte de las Cortes Generales no era inconstitucional, y tampoco interfería en el ejercicio independiente del Poder Judicial por parte de jueces y magistrados: juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Así, por ejemplo, se afirma que “sin negar que el sistema elegido por la LOPJ ofrezca sus riesgos (...) debe advertirse que esos riesgos no son consecuencia obligada del sistema.” Y tienen razón, dado que la corrupción no viene (siempre) de la mano del sistema, sino de las personas, por lo que debe estar permanentemente dotado de mecanismos que eviten su degeneración.

Teniendo en cuenta esto, la polémica actual en torno al CGPJ consiste, precisamente, en la falta de acuerdo por quién propone y cuántos magistrados pueden proponerse. Entre sus peticiones, el Partido Popular solicita una revisión de la Ley orgánica del Poder Judicial, con tal de reforzar la independencia de dicho poder.

Sin embargo, durante los últimos años el espacio político, tanto a nivel nacional como internacional, se ha visto invadido por la excesiva burocracia, el auge de los populismos y el posmodernismo cultural profundo. La fuerza totalitarista no depende ya del poder de los ejércitos, sino de la manipulación cultural y mediática, de la mano de la infestación política dentro de las instituciones, pudriendo su espíritu y finalidad. En la misma sentencia, el tribunal advierte de la posible perversión del sistema judicial: “sería necesario [para perder la independencia] que la propuesta por las Cámaras de los veinte Vocales del Consejo convirtiese a éstos en delegados o comisionados del Congreso y del Senado, con toda la carga política que esta situación comportaría.” Y es cierto, se mantiene en la línea de la validez del sistema en sí. Ahora bien, ver a "algunos" de nuestros políticos repartirse los puestos del Consejo hace que la afirmación quede, en gran parte, en entredicho; se aprecia una actitud interesada, en lugar de preocupada por el buen funcionamiento de las instituciones.

Comenta el Prof. Félix Ovejero en La deriva reaccionaria de la izquierda (Página Indómita, 2018): “(...) las instituciones han de diseñarse ‘incluso para un pueblo de demonios’, por decirlo con Kant en Sobre la paz perpetua”. Y, si bien podemos no estar de acuerdo con el profesor en otros planteamientos, conviene admitir, en lo que refiere a las instituciones públicas, un especial control o prevención ex ante de riesgos con tal de salvaguardar su especial estatuto de independencia.

Ahora bien, que el Consejo quede comprometido no implica la total caída del sistema judicial, pero sí una herida profunda al Estado de Derecho. Aunque ello no afecta directamente a la independencia de los jueces y magistrados territoriales (Juzgados, Audiencias Provinciales y Tribunales Superiores de Justicia), cuando hablamos de independencia judicial toda precaución es poca. No basta con el reconocimiento constitucional y establecer el principio de independencia del Poder Judicial, sino que debe ser fáctico: estar dotado de las garantías y mecanismos suficientes y eficaces. Y toda precaución es poca porque en democracia resulta, aparentemente, muy sencillo, en los tiempos que corren, cumplir la ley pero transgredir su espíritu.