ARETE

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La dorada mediocridad

Llaman a su puerta, y despierta. Son las 7:30 de la mañana. Le traen un té y dos galletas, su pequeño refrigerio matutino. Se da un baño. Acude al comedor a desayunar con su marido. Desayuna cereales, una tostada de mermelada de naranja y lee la prensa del día. Y así siempre, incluido el fin de semana.
Esta ha sido solo parte de la rutina de una jefa de estado que, a pesar de no haber concedido nunca una entrevista, no ha dejado indiferente al foro público. ¿Qué convierte entonces a la difunta monarca en el fenómeno de masas que estamos atestiguando?

Se atribuyen muchos méritos a la Reina, pero el que más impacta es su mediocridad. No se confundan: no es su escaso valor lo que llama la atención, sino ese insólito estado de moderación —prototípico británico— tan separado de la realidad del emotivismo postmoderno.

Puede que el turista britano medio no proyecte la imagen flemática estereotipada al malagueño de a pie, pero es innegable que existe una convención —se acerque o no a la realidad— de que el peculiar temperamento inglés se caracteriza por su escepticismo, apatía y comedimiento. No es casualidad que Arthur Koestler, pensador húngaro judío, comunista y naturalizado británico —ahí es nada—, definiera al inglés como un pueblo “sospechoso de toda causa, desdeñoso de todo sistema, aburrido por las ideologías, escéptico con las utopías”.

En el mismo orden de ideas, Isabel II se ha distinguido por su áureas mediocritas, esto es, por su monótona e inalterada persona. Se trata de una imagen pública misteriosa cuya dorada mediocridad proyecta una sabiduría cotidiana, que escapa de las máximas actuales.

A escasos kilómetros de Buckingham, sin embargo, cientos de miles de personas se agolpan para asistir al último concierto de Coldplay. Su objetivo: participar en un concierto apoteósico en el que la banda sorprende con una puesta en escena sin precedentes: variedad de instrumentos, luces, colores, confeti y hasta fuegos artificiales. Contrasta así la sabiduría prudente y comedida de una institución perenne con los vaivenes de un mundo ávido de novedad. La cultura del espectáculo empuja a buscar lo último, lo más nuevo: ser sorprendidos y sorprender.  En este contexto, multitud de editoriales periodísticas se refirieron —en clave de queja— a las elecciones presidenciales de 2016 como un espectáculo en el que lo relevante no fueron las ideas sino el show. 

La monarca ha tenido la suerte —o la desgracia— de reunirse con hasta catorce presidentes americanos. Personajes de la talla de Kennedy y Trump que —para bien o para mal— no han dejado indiferente al mundo. Pero el simbolismo que trae consigo la institución dinástica no da cabida a protagonismos y personalismos. La finada fue consciente de ello desde el inicio de su reinado y —con mayor o menor acierto— supo hacerse servidora de la institución. 

Con la llegada de la inmediatez mediática se advierte que el carácter representativo de los gobiernos de occidente se ha visto desposeído del misterio que los envolvía. Esta idiosincrasia enigmática no se ha visto tan deteriorada en las monarquías, y especialmente en la dirigida por Isabel II. Dédalo advirtió a Ícaro de que no volará muy alto para que no se derritiera la cera con que había unido las plumas laterales de sus alas. La centenaria institución inglesa atendió a los consejos del arquitecto y —con gran acierto— se erigió en un elemento de raigambre para el éxito de las democracias liberales.

Ciertas voces manifiestan su inquietud acerca de la capacidad de sus herederos de conducirse desde la virtud, entendida como un sentido de prudente estoicismo. Temen que el movimiento pendular del mundo de hoy eclipse la naturaleza subsistente de las democracias liberales y, por ende, del reino que las sirve.

La inmanencia de la monarquía ha servido de acicate para el sostenimiento de la vida política y social de la segunda mitad del siglo XX y el primer cuarto del siglo XXI, cuya mutabilidad no ha visto todavía precedentes. En un contexto de cambios de tendencia bruscos, la opinión pública se pregunta  —y no sin razón— si este histórico deceso tendrá consecuencias más allá de la accesión al trono de sus herederos. Vivimos en tiempos inciertos y solo el futuro podrá responder a estas preguntas.