América Latina y el daño antropológico
La caída del muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética marcaron un hito en la historia del siglo XX, muchos creyeron que aquellos eventos representarían la desaparición de los ideales revolucionarios popularizados a raíz de la revolución Bolchevique. Aunque es cierto que en el entorno europeo los regímenes comunistas instaurados en el Este vivieron sus transiciones hacia la democracia en aquel período, no ocurrió lo mismo en el resto del mundo. En el caso de Asia, China y Corea del Norte permanecieron al margen de esta revolución, y en América Latina el caso de Cuba representa uno de los más emblemáticos de resistencia ante el cambio político que se consolidó a partir de aquel momento.
La revolución liderada por Fidel Castro en 1959 se erigió en el ámbito latinoamericano en el ideal de las nacientes guerrillas; ya en la década de 1960, diversos movimientos de izquierda a lo largo del continente tenían como objetivo conseguir la instauración de dictaduras al estilo de la cubana en sus respectivos países. Casos paradigmáticos son, por ejemplo, el de las FARC en Colombia, el FMLN salvadoreño, el FSLN nicaragüense o la URNG guatemalteca. Desde mediados de la década de 1980 fue evidente que las guerras planteadas por estos movimientos guerrilleros eran imposibles de ganar, lo que facilitó que iniciaran negociaciones de paz. El fin de las guerras civiles en América coincidió en el tiempo con la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la URSS. Sin embargo, el régimen castrista consiguió sobrevivir al momentum de la democracia liberal.
La supervivencia política de Castro acrecentó el mito de la Revolución Cubana en todo el mundo y mantuvo vivo el ideal comunista que ya no consistía en la consecución del poder por la fuerza sino por la vía democrática. Con esta idea se constituyó el llamado Foro de Sao Paulo (que posteriormente evolucionó al Grupo de Puebla), donde estaban aglutinados los líderes de izquierda latinoamericanos, dentro de los que se encontraba el actual presidente de Brasil “Lula” da Silva y, posteriormente, Hugo Chávez. Hablar solo de los líderes políticos que han abanderado la izquierda latinoamericana deja de lado la otra parte de la historia, y quizás la más importante: la de las personas que viven en estos regímenes.
Hace cuestión de un mes, hablando con una colega en la universidad mencionó el concepto de “daño antropológico”, usado para describir la huella que el castrismo y el chavismo han dejado en los ciudadanos. Este concepto se define como “la anulación de la esencia de la persona, a través de la anulación de su libertad y su individualidad, y su posterior disolución en la masa”, de acuerdo con la disidente cubana Hilda Molina, confidente de Fidel Castro durante varios años y que ahora difunde un mensaje de advertencia sobre el castrismo. Creo necesaria una reflexión alrededor de este concepto porque toca todos los ámbitos de la política y la condición humana, y porque también es pertinente en un momento de profundos cambios políticos en América Latina.
Al reflexionar sobre el impacto de los regímenes autocráticos surgidos al amparo del “socialismo del siglo XXI”, no podemos quedarnos solo en cuestiones económicas o políticas, es necesario ir más allá y ver sus efectos en las personas. América Latina ha sido una tierra fértil para la aparición de líderes populares con discursos anti-establishment por las desigualdades sociales, políticas y económicas estructurales que han privado a las personas de una vida digna. Sin embargo, las políticas que estos adoptan una vez llegan al poder rara vez han traído progreso para la sociedad. La forma en la que el gobierno acaba copando todos los espacios de la vida y dirigiéndolos, con la excusa de acabar con los problemas sociales, han significado en Cuba y en Venezuela la alienación de las personas y la eliminación de la iniciativa particular, lo que suele venir acompañado de represalias contra quienes buscan caminos distintos a los del gobierno.
Esta anulación de la esencia de la persona por medio del miedo viene acompañada de la eliminación de la voluntad política y de la responsabilidad cívica. Cuando el poder del Estado es temido por su capacidad para acabar con los disidentes, se genera una presión de grupo que desemboca en la autocensura y, finalmente, la mezcla del individuo entre la masa. Esto provoca despersonalización, pérdida de la autoestima y carencia de proyectos de vida propios. Una de las principales herramientas utilizadas por estos gobiernos es la manipulación del lenguaje y de la cultura, modelándolos de forma que se distorsione la realidad.
Teniendo en cuenta estas ideas también se comprende la especial atención que suele prestar esta corriente política a la cultura y a la educación pretendiendo la creación del “hombre nuevo” que implica el rechazo a las tradiciones y a los rasgos de identidad (que se consideran dañinos para el régimen). Sobre este punto creo particularmente valioso el aporte del filósofo Leonardo Polo, para quien el lenguaje y los símbolos son una continuación de la naturaleza humana, por lo que la manipulación de la historia y del lenguaje es parte de ese daño antropológico ya que despoja a las personas de su cultura y su individualidad, y los integra dentro de una masa carente de diversidad y contrastes.
Aunque es cierto que las profundas desigualdades que sufre América Latina deben ser eliminadas para conseguir un desarrollo humano real y sostenible, la forma no puede ser nunca a través de la eliminación de la libertad y la individualidad de las personas. El Estado no debe cooptar los espacios de socialización y la vida privada de las personas, ya que por sí solo no produce desarrollo humano y social. Por lo anterior, su intervención debe limitarse a aquellos espacios en que el individuo no esté en capacidad de resolver su situación, aplicando una política social equitativa que garantice ante todo un espacio para la acción individual encaminada al progreso de la sociedad en su conjunto.